martes, 24 de enero de 2012


       Desaliento

       Se trata de ese sentimiento que se te mete en el cuerpo y que no se sabe a ciencia cierta cuándo te dejará. Ese sentimiento que te come por dentro y que te va destruyendo poco a poco. No te deja vivir. Se adueña de ti y se aferra a tus entrañas como lo haría una garrapata a un perro. Es ese sentimiento de tedia y desidia que te amarga. Que te vuelve indiferente hacia el mundo que te rodea. Que te deja en un estado de intranquilidad y nerviosismo permanente. Es de los peores sentimientos que puedan rondar por la cabeza de alguien. Y todos los hemos tenido, unos más a menudo, otros menos. Para hacerles frente es muy importante la actitud que se tenga ante la vida, pero es un sentimiento tan destructivo que incluso los más optimistas sufren y caen en el agujero. Es el sentimiento de tener la certeza de que algo, con mayor o menor concreción, no va como sería deseable. En realidad, es el sentimiento de saber que nada puede ir a peor. Son sentimientos íntimamente relacionados con la vida de cada uno, con la actual situación personal que se padece. Cuando llega, la vida empieza a carecer de sentido. Desde luego, como con casi todo, hay grados, niveles, pero ahora mismo estamos extremando la situación, y en el extremo uno incluso desearía colgarse. Porque no quiere seguir viviendo. No así. No de esta manera. Son momentos en los que uno necesita urgentemente a alguien. Hablar. Gritar. Pegarle a alguien. Que le peguen. Llorar. Desahogarse a fin de cuentas. Salir a pasear y a que el aire puro te de un tortazo de realidad.

       Pueden venir a causa del mal hacer de alguien o, más comúnmente, del mismo sufridor. O simplemente de forma fortuita. A veces son sentimientos incongruentes al entender de los demás, pero que a uno le hacen llevar una pseudo vida, pues le hacen convertirse en una sombra, en un fantasma viviente. En no pocas ocasiones pueden tener fácil solución, pero no se le ve la luz. No hay claridad. Nos ciegan.

       Somos animales de costumbres, como dice mi madre. De rutinas. De maravillosas rutinas. Y el que diga que no le gustan las rutinas miente. Hasta el menos casero de los hombres echa en falta su casa después de una temporada planchando la oreja donde se pueda. Quien dice casa dice autocarabana, o tienda de campaña. Incluso chabola o el rincón del aeropuerto de turno, con decoración y olor ya propios. Nadie puede renegar de las rutinas porque viene con el ser humano. La rutina proporciona estabilidad y seguridad. Y yo tengo una grave carencia de esas en este momento de mi vida.

       Voy por la calle mirando al suelo. ¿Para qué voy a mirar al cielo, si no hay sol? París es una ciudad gris durante casi todo el año. Gris. Pero tiene un encanto oculto incluso con su gris que me inspira y hace que me regodee en mi patético amargamiento. Ya lo dijo el romántico parisino Henry Murger: “La bohemia no es posible sino en París”. Fue este hombre, cuyo busto descansa hoy en los Jardines de Luxemburgo, quien inventó el término “bohemia”. Y quien inventa algo dice lo que quiera sobre ese algo. Lo configura y le da personalidad. Aunque no iría tan desencaminado con su dicho si tras él numerosos artistas a principios del siglo XX encontraron también ese encanto oculto, pues llegaron a la ciudad para no volver a sus lugares de origen. Y peso da también a este encanto oculto el que sea la ciudad más visitada del mundo, lo que puede dar a pensar que no será tan oculto.
       Pero claro, no se ve nada si uno va por la calle mirando al suelo.

       Aunque no se trata sólo de la falta de esa rutina que siento que me acompaña desde hace algún tiempo ese indeseable oscuro del que hablamos. A veces no se sabe muy bien por qué viene ese sentimiento, pero otras, en cambio, se puede tener idea. Y en este caso yo tengo idea de cuál, o mejor dicho cuáles, son los por qués. Y escuchen, no es para tanto. Pero sí para algo. Estoy seguro de que en realidad nada de lo que pienso que me pasa es tan trascendente. Pero no puedo hacer nada. Me siento impotente. Estoy atrapado en una jaula transparente de límites inciertos que me asfixia. Ese sentimiento llegó a mi y separarme de él se me antoja toda una odisea. Pienso, imaginen (pienso y no creo, porque como gustaba decir a mi profesor de Historia del Derecho “Para creer, crean en Dios. Dejen de creer y empiecen a pensar”), que podría ser tan difícil como para un elefante metérsela a una hormiga.

       Aunque ya saben la frase popular que reza: Con paciencia y saliva, el elefante se la metió a la hormiga. Así que supongo que se trata de una cuestión de paciencia, que como bien dice la otra también conocida y popular frase “La ciencia es la madre de todas las ciencias”. Y de ponerse las pilas. De moverse. De encontrar poco a poco el camino. De ir en línea recta. De dejar de martirizarme con lo negras que están las cosas. Y no sólo para mi, sino para muchos otros contemporáneos también. Pero radicalizo la situación y los pensamientos, y veo el panorama con los ojos cegados, con los ojos que no quieren ver. Y no los hay peores.

       Dosis de paciencia, voluntad y optimismo. ¡Por favor!

       ¡E inyección de escrúpulos y ética! ¡Legalidad! ¡Joder! Inyección de todo esto, por ejemplo, para todos los guapos y guapas que hacen posible el indeseable generalizado enchufismo en la Administración. Qué mínimo que en la función pública, la que pagamos todos (con más o menos gusto) sin que a nadie le pregunten si quiere. Fulanito Vázquez López, catedrático de Derecho X del departamento X en la Universidad X. Menganito Vázquez González, profesor titular en el mismo departamento de la misma universidad e hijo del anterior. Pepito Vázquez González, hermano del anterior como bien suponen, investigador adjunto en el mismo departamento de la misma universidad. Y así podemos seguir y enlazar generaciones, amistades e influencias en gran parte del conglomerado que supone la poco democrática función pública de nuestro país, con especial mención a nuestra para nada querida Administración andaluza después del reciente numerito de enchufismo laboral. Ante esta desvergüenza, ¿qué incentivo tenemos?

       No hay derecho, ¡y menos en la facultad derecho! Qué hipócrita paradoja. Si tan pocos escrúpulos tiene la propia dogmática del derecho, la doctrina, la que enseña e ilustra a futuros juristas en pos de la legalidad y del estado de derecho, y en pos del texto jurídico que lo inspira, la carta magna, la descendiente de La Pepa, ¿qué nos queda? No me digan que existe mayor desaliento. Desilusionante y frustrante. Es el propio “sistema” el que nos vuelve escépticos. El que conforme avanzan los años de democracia en nuestro país parece que va retrocediendo en sus valores inspiradores en vez de avanzando.

       De esta manera utilizan las administraciones nuestros impuestos, forzándolos a ser cooperadores necesarios en la vulneración de los principios fundamentales de igualdad, mérito y capacidad en el acceso a la función pública.








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