jueves, 31 de mayo de 2012

Basilea

      Sublime. Con este adjetivo comienzo para contar un poco mi visita dominguera a Basilea, Suiza. Lo que busco con esta palabra es intentar transmitir lo que sentí sobre el terreno... . Si echáis un vistazo al concepto que da la wikipedia de esta palabra, puede ser que descubráis su significado, como me ha pasado a mi (resulta incluso cómico el concepto de lo extremista que es). De forma breve, tan breve que puede resultar incluso insolente para los estudiosos de esta “categoría estética”, algo sublime es algo tan bello, visual y/o sensorialmente, que puede incluso provocar dolor, suplantando éste al placer. Así puedo describir el tramo del río Rín que atraviesa y parte en dos esta ciudad.

      Basilea está en la Suiza alemana, a tan sólo 40 km de Mulhouse. Estos 40 km los hice en tren, en el TER francés, que literalmente los engulló a sus 200 km/h. Basilea es un reencuentro de tres países: Alemania, Suiza y Francia. Está incluso más cerca de la frontera con estos dos países que Mulhouse. Cuando llegué me pasé por la oficina de turismo, situada en la misma estación de tren -Bonjour!-, saludé a la chica que estaba tras el mostrador. Me contesta a mi saludo y me pregunta que qué deseo. Callo unos instantes buscando la palabra adecuada en francés, que no llega, hasta que recurro finalmente al inglés -Sightseeing-. La chica me observa en silencio unos instantes y me pregunta en inglés -English or French?-, a lo que yo respondí -Español-. Y, con gran sorpresa, me dio una pequeña guía turística en español. La guía explicaba y mostraba sobre un mapa los 10 puntos más turísticos de la ciudad. Aunque al abrir el mapa en lo que te fijabas no era en esos puntos, sino en una gran línea sinuosa y azul, de enorme anchura. El río Rin.

       Al salir de la oficina de turismo, lo primero que hice fue buscar un sitio cercano y tranquilo donde sentarme y leer la guía, y así poder decidir una buena ruta para descubrir la ciudad. Decidi visitar esas 10 atracciones turísticas. Tenía tiempo de sobra para turistear y descansar. Era temprano, las 10:15, y el último tren de vuelta salía a las 20:18h. Tenía todo el día por delante para descubrir Basilea.

     Tuve suerte y el domingo hizo un día perfecto para hacer turismo: lucía el sol y hacía un calor moderado, que podía soportarse fácilmente gracias a la agradable brisa que soplaba y a la multitud de fuentes de agua fresca y limpia proveniente de las montañas que minaban toda la ciudad.

     Mi decisión de visitar Basilea no fue azarosa. Pedí consejo en mi familia adoptiva, que como buenos conocedores de su ciudad y alrededores, supieron asesorarme bien. Las opciones que barajaba eran Estrasburgo, capital de la Alsacia, a una hora de Mulhouse. Zúrich, capital económica de Suiza, también a una hora, y Basilea, también en Suiza, ciudad cultural, turística y universitaria, y tercera urbe más poblada de Suiza (a 20 minutos). También barajaba Berna, capital de Suiza, pero el trayecto eran 2 horas para ir y otras 2 para volver, quizá mucha tela para un solo día... Ninguna ciudad alemana cerca que mereciera tanto la pena como estos destinos. Me dijeron que descartara Estrasburgo, que los destinos suizos eran mejores (pero creo que fue porque están un poco hartos de esta ciudad). Zúrich, muy industrial, poco que ver. Berna, ni pensarlo, demasiado lejos. Basilea es lo que quedaba: Un día de tranquilidad, un regalo para la vista y un país nuevo, con su cultura, costumbres, y todas sus particularidades.

      Habiéndome trazado un recorrido para ir viendo la ciudad y esas 10 atracciones turísticas, comencé mi andadura por la ciudad. Lo primero que llamó mi atención fue que había mucha gente haciendo footing. Claro, era domingo y como la gente no tenía que trabajar gustaba de hacer deporte. Seguí caminando y vi que algunas partes de la ciudad estaban cercadas, y que había policías y gente con petos cuidando de que se respetaran esas zonas valladas, que parecía constituían un recorrido. Sí, una carrera, de 16km, según pude enterarme del diálogo que mantuvieron una señora y uno de los señores con peto y silbato. Los corredores con dorsales. Pero también minaban la ciudad no participantes de los 16 km que hacían footing. “Vaya, aquí la gente hace deporte..., se preocupa por su salud”. Creo que vi al cabeza de carrera. Llevaba un ritmo tremendo para ser 16km... Era de tez morena, como la de los marroquíes, muy canijo, con piernas largas y fibrosas. Supongo que sería de algún país del norte de África. Delante de él iba una bicicleta llevada por un muchacho con peto, casco y silbato, dando pitidos para advertir de que tras él llegaba el huracán. Diría que ese era profesional, y que ese tipo de carreras populares eran puro entrenamiento para él. Fue divertido encontrarme casualmente en mitad de la carrera.

      Siguiendo con mi recorrido llamó mucho mi atención, sorprendiéndome gratamente, que la gente dejara sus bicicletas en la calle sin candados. Apoyadas en las patas y, como mucho, con finos pitones que pasaban por los marcos y ruedas traseras, bloqueando éstas, la gente dejaba sus bicicletas en las aceras y se iban a donde tuvieran que hacerlo. Había aparcamientos de bicis por toda la ciudad. “¿Qué bicicleta me gusta más?, uhm, esta parece buena, ¡me la llevo!” Eso es lo que pasaría en España si la gente dejara así sus bicicletas. Supongo que eso de las bicicletas es algo cultural. Y también económico, claro está. La gente vive bien, tiene de todo, y se respetan las propiedades (¡qué esperabas, estamos en Suiza!). No necesitas robar una bici porque tienes una. Y si no la tienes es porque no quieres, porque con el enorme consumo de bicicletas y la competencia de mercado que tiene que haber, supongo que comprarse una bici aquí no debe costar mucho. De todas formas. No todo el mundo tiene todas sus necesidades cubiertas en Basilea. También vi a algunos indigentes, como en todos los sitios. Pero pocos. Así que, como hemos dicho, también es algo cultural. Tiene que estar muy mal visto robar una bicicleta. Y puede que haya además una especie de registro de bicicletas. Y que lleven un chip localizador dentro del cuadro, como el que se le ponen a los animales. En fin, conjeturas.

      La ruta que me tracé para visitar las atracciones turísticas de Basilea atravesaban el Rin en un par de ocasiones. La primera vez que lo crucé quedé prendado de su belleza. Cuando he comenzado a escribir este blog lo primero que ha venido a mi cabeza ha sido el Rín, por eso he comenzado como lo he hecho, con ese adjetivo tan..., ¿radical? Son grandes obras arquitectónicas los puentes que hay sobre el Rín para pasar de un lado a otro de la ciudad. No se merece menos el río, desde luego. Hasta arriba, caudaloso. Con una corriente que hace completamente imposible remontar el río sin la ayuda de un motor. Se veían lanchas de particulares que luchaban a contracorriente con el motor a tope. Salvaje. Algo que llamó mi atención fue la forma de los basilenses de disfrutar de esta maravilla natural. Pero es que claro, no podía ser de otra manera. Y no hay manera mejor ni más divertida. Se tiraban de los diferentes puentes al agua, con esos 20 metros que podía haber perfectamente. Con flotadores o plásticos llenos de aire que llevaban atados al cuerpo. Muchísima gente, toda a la deriva, río abajo, hasta que se cansaban y poco a poco, y no sin esfuerzo, se dirigían a la orilla para salir. Hacía mucho calor. Me fascinaba ver ese espectáculo. No pude resistirme, así que decidí bajar a la orilla. Las orillas del Rín como si de la playa se tratase. Todo lleno de gente con toallas dispuestas bien sobre las piedrecillas, bien sobre el hormigón, tomando el sol, de picnic, refrescándose. Me quedé en calzoncillos y me fui al agua. Temperatura perfecta. No sabría decir si el agua estaba limpia o no, pero no estaba sucia. Ayudaba a eso la corriente, que se lo llevaba absolutamente todo. Me bañé en la orilla, con cuidadito de no dejarme llevar por la corriente, pues un par de veces me metí un poco más profundo y en 5 segundos pude recorrer 10 metros. Después me sequé al sol. Qué sensación. La playa de centroeuropa. Mientras me secaba vi que un buque mercante, titánico, remontaba el río. Para que os hagáis una idea de la anchura del río y del tamaño del buque, este último era casi como los buques mercantes que fondean en el puerto de Algeciras en espera de contenedores. Un poco más pequeño. Cuando estuve seco decidí seguir visitando la ciudad, pues apenas había empezado. Me vestí, puse en pie y seguí. Iba silvando por la calle. Estaba fresquito y feliz. Y de repente, pasando por un bar donde había gente tomando cerveza en la terraza, me entraron unas ganas enormes de tomarme una... Llevaba sin tomarme una cerveza desde antes de llegar a Francia. Sin duda éste era el momento. Pero no quería sentarme, quería seguir andando, disfrutando de mi camino, así que en el primer chino que vi (era un indio, para más concreción) me compré una carlsberg muy fría de medio litro. Y ahí iba yo por la calle andando, contentísimo. No me hacía falta nada más.

       La cerveza me dejó tocadito, no tan ciego como Diego pero casi. Ahora no silvaba, sino que cantaba por la calle mientras seguía mi ruta. Y de nuevo tocaba atravesar el Rín. ¡¡Bien!! Pensé que lo mejor que podía hacer era tomarme el bocadillo y el plátano que traía en la mochila, de nuevo a orillas del Rín, por supuesto, pero esta vez a una altura diferente, a ver si así se me despejaba la cabeza. Comí con apetito, y, de postre, como el plátano se me quedó corto, me di otro baño en el Rin, para dejar después que me bajara la comida mientras el sol me calentaba las entrañas.

      Creo que todo el mundo debería visitar y sumergirse alguna vez en este río. Es la arteria principal de la ciudad, y la causa por la que se habrá desarrollado. El alma de Basilea y seguro que el mayor orgullo del basilense. Es realmente impresionante.

    No voy a decir mucho sobre esos 10 puntos turísticos que señalaba el mapa porque comparados con el río no valían mucho. Aún así, los visité todos, y de esta manera fui viendo poco a poco todo el centro de la ciudad, desde el bonito casco histórico hasta los parques que quedaban un poco ya en las afueras, pasando por ruinas de incalculable valor histórico y, por supuesto, por el Rin.

     A eso de las 17h, ya con mi ruta hecha y habiendo bebido de la esencia basilense, y con los pies hechos polvo después de marchar por más de 6 horas, decidí ir a sentarme a una terraza a descansar y a disfrutar de la ciudad desde una perspectiva más pasiva, viendo el ir y venir de la gente con otra cerveza bien fría. Anduve por un barrio lleno de bares y pubs, y elegí como destino una terraza situada en la esquina de una manzana. Desde ahí veía, a lo lejos, uno de los puentes que cruzaban el Rin y las muchas banderas de fondo rojo con la cruz blanca que había sobre él, y que lo recorrían desde una orilla hasta la otra, en ambos sentidos, acompañando a los coches, tranvía y transeúntes que cruzaban el río continuamente.

     Y así acabe mi visita a Basilea, con dos buenas cervezas brindadas con una viejecita charlatana que tenía en la mesa de al lado.

martes, 15 de mayo de 2012


Impotencia

       Por eso sus historias eran así, claro. Por eso sus historias eran para un público poco exigente. Aún no estaban preparadas para ser editadas a gran escala, y ya probablemente nunca lo estarían. No obstante, no eran mediocres, pues sus historias tenían ese punto que las diferenciaba del resto, esa chispa que marcaba la diferencia; aunque era evidente que a él le quedaban años de experiencia para desarrollar esa chispa. Sus historias tenían una redacción y un estilo que las hacían tremendamente singulares. Además estaban bien estructuradas, y la lectura se hacía amena, hasta el punto de que de vez en cuando daba algún salto de calidad, un subidón, llegando al extremo de que si tenías que dejar la lectura por el motivo que fuese, pensabas tan sólo en volver a retomarla. Pero él no podía mantener esa calidad de redacción durante mucho tiempo. Aún no había adquirido la capacidad de hacer de sus historias un subidón permanente. Le faltaba experiencia. Era sólo a veces que sin causa aparente se sentía especialmente inspirado y hacía arte con su bolígrafo y sus papeles. Pero ya digo, esto sólo sucedía a veces, con lo cual no era extraño tener el infortunio de toparte con un texto suyo poco agraciado, en el que la lectura, sin que llegara a resultar aburrida, te fuera indiferente. Y la indiferencia, para una persona que pretendía llegar con sus escritos a la gente, era una pena que no podía soportar.

      Como escritor era un hombre al que se le veía mucho futuro. Los contactos que tuvo tiempo de hacer en esos pocos años que llevaba en el mundo de los escritores, lo tenían por un virtuoso en potencia. Incluso algún periódico de la época se atrevió con titulares como “Li Jao Jing, ex alto cargo público del régimen del difunto presidente Mao Tse Tung, se hace hueco tímidamente en el mundo editorial con publicaciones de gran talento”. Lástima que no pudiera llegar a mucho más, y no porque le faltara talento, como venimos diciendo, o no quisiera. Era una causa de fuerza mayor lo que le impediría llegar a los corazones de los ciudadanos del mundo. La causa era su edad. Tenía 85 años.

       Era pues, un anciano. Su cabeza funcionaba perfectamente, pero su cuerpo estaba muy deteriorado. Le fallaban las articulaciones y los huesos. Sus enfermedades le auguraban pocos años más de vida. Fue tras su jubilación, en la vejez, que coincidió con la muerte del dictador, cuando descubrió cobijo en los libros y en todo lo que éstos tenían que ofrecer. Fue cuando comenzó a leer libros de influencia extranjera, pues comenzó a llegar a China filosofía, historia y literatura libres de toda influencia maoísta. Y cuando empezó a pensar fuera de aquel mundo en el que sólo existían escritos inspirados en el marxismo-leninismo. Entonces cambió de pensamiento, y descubrió que había mundo más allá del comunismo.

      Él se había criado en el régimen comunista de Mao Tse Tung, en el campo. Toda su formación fueron los postulados del gran Mao. Su cerebro había sido absorbido por las tesis comunistas maoístas. Dejó el trabajo en el campo y se alistó por convicción en las fuerzas de seguridad del régimen, régimen que los consideraba a él y a los suyos, a todo el campesinado, como el motor de la revolución. Una revolución que sería llevada a cabo, dada las características de China, por los campesinos del campo, y no por los obreros de las fábricas. Dado que China era rica en tierras fértiles, este país se libraría del capitalismo generador de desigualdades sacando el máximo de sus recursos, sacando el máximo provecho del campo. De esta manera, todos los chinos fueron llamados a trabajar la tierra, quedando las ciudades en un segundo plano.

     Se educó en políticas que buscaban inculcar obediencia. Aprendió a no preguntar. A aceptar sin rechistar. A no cuestionarse nada. A recibir órdenes. Lo que le enseñaron en la escuela del régimen era todo el sistema legal, social y educacional que había creado Mao. Lo había inspirado él, y él era un hombre portador de una verdad que con el paso de los años se tornó en absoluta. Había sido mitificado antes siquiera de haber perecido. No existía educación fuera de los ideales de Mao, todo era su voluntad, la manera ver las cosas por excelencia. Así que aprendían a obedecer y no cuestionar, pues, si lo que se ordenaba era la voluntad de Mao, y Mao tenía la verdad absoluta, la orden era una orden incuestionable. Absurdo preguntarse si no existiría una orden mejor u otra forma de hacer las cosas.

       El régimen de Mao Tse Tung lo había convertido en un asesino, así que era odiado. Subió a altos cargos del ejército, y participó activamente en las políticas irresponsables del dictador, que llegaron a producir una hambruna que se llevó por delante más de 30 millones de vidas. Por eso cuando el régimen cayó y las cortes de justicia internacionales empezaron a buscar responsabilidades, él era uno de tantos ex altos cargos a los que se le había puesto precio a su cabeza. Sin embargo, él aceptaba su imputación, y se declararía culpable. Era consciente de todo lo que la locura del régimen de Mao había hecho, locura que no podría haberse llevado a cabo sin la colaboración de personas como él.

      Con sus historias ni quería ni pretendía la redención. No la quería porque la consideraba un insulto a la humanidad, y no la pretendía porque era todo demasiado reciente, las consecuencias del régimen seguían a flor de piel en la sociedad china. No podía aspirar al perdón, pero sí a la comprensión. Comprensión hacia lo que había sido su vida, comprensión hacia su educación, comprensión hacia lo que sus ideales habían dado por válido durante toda su vida a causa de las circunstancias en las que nació y creció, y en las que estuvo toda una vida. Comprensión hacia lo que esa prisión de miles de kilómetros cuadrados hizo de él. Ahora le faltaba tiempo. Tiempo para adquirir experiencia como escritor y hacerse leer, tiempo para hacerse llegar a oídos de la sociedad internacional y llegar al alma de tantos y tantos que sufrieron humillaciones, interrogatorios, torturas y muertes. No obstante, apenas consiguió siquiera la comprensión. Los que leían sus historias lo hacían a sabiendas de quién había sido él, por lo que los prejuicios en muchas ocasiones impedían que ese perdón llegara hasta la gente. Así, sus historias resultaban en su mayoría indiferentes. Y la indiferencia para él, que pretendía con sus escritos pedir perdón a la gente, era mayor pena que la pena capital. Ahora, anciano y enfermo, con 85 años, y a la espera del juicio que lo llevaría a la tumba, se consumía lentamente ante la agonía de la incapacidad de haber hecho llegar su perdón a víctimas y familiares.