miércoles, 11 de enero de 2012

De vaciladas

      Chulesca. Prepotente. Intolerante. Intransigente. Es justo la actitud que un niño en plena adolescencia tendría, cuando empieza a creer que el ser más vacilón y valiente que los compadres hará aumentar su estatus social y, por consiguiente, su autoestima. Cuando cree que tener la última palabra hará que el conjunto de éstas tengan más peso, si es que en algún momento lo tuvieron. Cuando se pone aún más gallito si el resto de los llamados compadres secundan su actitud, o, al menos, se mantienen ahí, expectantes, sin decir nada, lo cual, paradójicamente, puede querer decir muchas cosas, como que lo apoyan, que están con él.

       -¿Su tarjeta de residente, por favor?- díjole el policía nacional al joven marroquí tras haber tecleado en su ordenador lo que se teclea protocolariamente cuando se tiene delante un pasaporte: la identidad de nimportequi. El objeto es comprobar cosas como si ese ciudadano está en busca y captura o si está acusado de espionaje al Gobierno, entre otras posibles. La tarjeta de residente simplemente refuerza la presunción de que el tipo en cuestión es efectivamente el del pasaporte y también el que sale en la pantalla del ordenador.

       -Sí, claro- responde mientras empieza a sacar cosas del bolsillo y a ponerlas en las narices del nacional, que sería literal si no fuera porque de por medio está el típico cristal de seguridad que deja bien claro que el que está al otro lado sentado es el que tiene la sartén por el mango. Pañuelos usados, un juego de llaves, un teléfono móvil, un par de caramelos, un “ventolín” para combatir la guasa del clima costero, especialmente molesto ahora en Navidad. “¡Eureka, la cartera!”- piensa el marroquí al tiempo que se disculpa por el mercadillo organizado con ese acento que tanto caracteriza su español. -Lo siento, es que tengo muchas cosas-.

       -No se preocupe- dice seco el nacional. Pareciera por el tono de voz que no le ha caído en gracia el vecino del sur que se dispone, si se lo permiten claro, a volver a su tierra. Pudiera ser porque la actuación del marroquí deja manifiesta constancia de que está pintoncete, como dice mi tío abuelo Antonio cuando nos vamos de copas y puros, o, para que nos entendamos todos, con el puntillo. Con un par de cervezas encima. O mejor dicho dentro. O tres. Además esta manifiesta constancia de la que hablamos la corroboran sus ojos, decorados con innumerables venillas rojas de cerca pero con un difuminado rojo y blanco sucio a metro y medio de distancia. Inyectados en sangre, vamos.

       ¡Riiiiing, riiiing! Suena el teléfono que aún yace sobre las narices del policía. –Salam malicum. Leves? Bla bla bla, bla bla bla- habla el marroquí alegremente en su querido dariya mientras el nacional, que sigue con su comprobación identitaria, empieza a gesticular “raro”, dejando entrever deliberadamente que empezaba a estar un poco hasta los cojones.

       -Por favor, deje el teléfono móvil- le suelta tan bruscamente al marroquí que incluso yo, que era el que iba inmediatamente después de él para hacer lo propio, me sentí ofendido.

       -Lo siento- se disculpa el del Magreb de rey descendiente, supuestamente, de Mahoma, al tiempo que replica con indignación-, pero yo puedo hablar, ¿no?, no está prohibido. No he visto ningún cartel que diga que no se puede hablar por el móvil-.

       “¡Ojú, ojú, muchacho!”, pienso, “que no hemos nacido ayer!”. Es de sobra sabido que a los policías siempre en un tono humilde, como a ellos les gusta. Hacerles pensar que te están salvando el pellejo, que el país sin ellos se iría al garete.

       -Se trata de normas de educación. Sentido común, muchacho- responde el integrante de los cuerpos de fuerzas y seguridad del Estado claramente molesto pero gustándose de la posición que tanto la placa del pecho como el cristal de seguridad le proporcionan. Y gustándose también de que detrás suya uno, y en el exterior de la cabina de seguridad otro, estén otros dos nacionales de pie, con los brazos cruzados, contemplando el numerito con satisfacción. Y prosigue- ¿A que delante de la policía marroquí no hablas por teléfono? Pues aquí tampoco. A ver qué os habéis creído-.

       Cierto es que el civismo, la cortesía y las buenas maneras llaman a no contestar al teléfono, o, al menos, a advertir al llamador de lo inoportuno del momento, pero la legalidad, parte fundamental en disputas como estas si llegan a más que la que estamos presenciando, respalda al marroquí. Así como otros aspectos relacionados con las cualidades que un trabajador del Estado de cara al público debe tener, como son la tolerancia y la paciencia.

       -Hat putisma- O como se diga, suelta entonces el marroquí en voz baja, aunque no lo suficiente como para que pasara desapercibido por el policía.

       -Mira niñato. Te vas a llevar una hostia. A ver si te vas a creer que aquí no se meten hostias. Me llevaré luego los 100€ de la multa, pero me los llevaré a gusto. Estoy harto de meterme en juicios con niñatos marroquíes como tú.

       A todo esto yo, y me lo voy a permitir, flipando con la actuación del nacional. Vaya huracán de desprecio del que estaba haciendo gala sin escrúpulo alguno. Como el que tuvo el invierno pasado Sarkozy cuando le dio por “echar” del país, y esto no tiene condiciones para la lateralidad, a comunidades de gitanos rumanos. Y el policía con soltura, sin inmutarse. Como si formase parte de la rutina de los controles fronterizos. Y flipando también con la actitud de los otros dos policías nacionales, que observaban aprobatoria y pasivamente la facha puesta en escena de su compañero.

       Pues con razón tienen la fama que tienen, que coge cada vez más fuerza cuando en conversaciones se vuelven protagonistas. Cierto es que no se puede generalizar, pero me atrevería a afirmar que los otros dos pasivos observadores policías nacionales no se mostrarían muy reticentes a llevar a cabo numeritos similares si se diera el caso.

       Pues eso. Chulesca. Prepotente. Intolerante. Intransigente. Así fue ayer la conducta del policía nacional de turno que nos hizo el control de pasaportes en el puerto de Tarifa, cuando me dirigía a embarcar en el ferry para ir a mi casa de Tánger. Indignadísimo me encontró mi madre cuando vino a recogerme, a la que me faltó tiempo para contarle lo sucedido.

       Al final, después de la bien creíble hostia amenazada por el policía al joven marroquí, éste decidió serenarse y no dejarse llevar por el estado de inconsciencia en el que te deja el alcohol, y que te lleva a actuar más con corazón que con cabeza. Así que empezó a calmarse y dejó cautamente que el policía terminase de soltar improperios contra su persona.

       La escena que montó el policía fue patética. Pensé que alguien debería haberla grabado y llevado a un canal de televisión para denunciar ese trato vejante. ¿Quién se había creído que era? Parecía como que le diera asco el marroquí. Con trabajadores así es normal que se cultive la intolerancia entre los pueblos. ¡Y 100€ de multa!, eso sí que no me lo creo. ¿100€ de multa porque a un policía le dé, así, por la cara, por meterle hostias a un extranjero? ¿Ese es el precio de la impunidad? , ¿una sanción administrativa? Si es verdad eso, es una intolerable vergüenza. Meterle una paliza a alguien está tipificado en el Código Penal. Es un delito. Pero si eres policía qué pasa, ¿que es “legal”?. Quizás si esa multa fuera más elevada más de uno se controlaría, aunque siguiera sin ser considerada delito. Es cierto que no hay que olvidar que muchas veces los policías fronterizos tendrán que hacer frente a situaciones no deseables con individuos no deseables, pero el derecho a un trato digno es un derecho humano recogido en diversos textos jurídicos internacionales, como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y, sin ir más lejos, en nuestra Constitución Española, en la sección primera, titulada “de los derechos fundamentales y de las libertades públicas”, en su artículo 15, cuando reza “Todos tienen derecho a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes” y en su artículo 18 cuando dice “Se garantiza el derecho al honor.”




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