Efecto mariposa
Hemos
entrado en el 2000 sin brújula. Nos hemos emocionado con el
desarrollo y no nos hemos preocupado por elaborar unas instrucciones
que nos digan cómo entrar en esta nueva centuria de la tecnología.
Escapa del sentido común el que desde Wall Street se condicione la
economía de nuestro país, de la comen millones de personas, y el
que los acuerdos sobre el petróleo de EEUU con Irán condicione el
barril en España, del que dependen miles de camioneros. Y también
que a través de un despacho en Bruselas se de carta blanca a la
explotación extranjera de minas de diamantes en Liberia, dejando a
los autóctonos el trabajo técnico mientras los diamantes se
convierten en propiedad de peces gordos. Si Liberia tiene recursos,
que los explote ella misma y que haga reflotar su economía,
devastada por las dos recientes guerras civiles que ha vivido y que
la han convertido en uno de los países más pobres del mundo, donde
el índice de desempleo supera la escalofriante cifra del 80% de la
población, una de las 5 tasas más altas del mundo.
Capitalismo
agresivo desprovisto de valores éticos y morales. El egoísmo nos
corroe las entrañas. Cada uno mira a su ombligo con orgullo, sin que
importe nada más. Se han vuelto completamente impersonales las
relaciones comerciales. Éste es el peor lado de la globalización.
Nadie hace el mal deliberadamente, de forma gratuita. Quizás fueran
diferentes las cosas si el belga viajara a Liberia y contemplara de
primera mano la pobreza que asola al país, de la que es cómplice.
Esta impersonalidad contribuye a que el egocentrismo que caracteriza
a los tiempos modernos triunfe. Ya he dicho en alguna ocasión que el
ser humano es malo por naturaleza. Es egoísta. Y por tanto es normal
que cada perro se lama su cipote, porque nadie lo hará por nadie
(salvo la mujer de cada uno, y sólo si ha tenido buen día). Pero
todo puede hacerse bien. Que se laman sus cipotes sin que la ética y
la moral decaigan. Que la solidaridad y la humanidad permanezcan. No
es incompatible ese egoísmo innato con el amor al ser humano. Somos
seres sociales, dependientes los unos de los otros. Y quien proclame
lo contrario se engaña. Y el que lo afirme aún siendo advertido de
que traiciona a su más hondo subconsciente, que lo destierren a un
paraíso inhabitado, como reza el título del libro de Ana María
Matute. Acabaría loco, cual Tom Hanks en la isla tras el accidente
aéreo.
Estos
tiempos que vivimos llevan a la sociedad occidental al declive. No
recuerdo qué profesor mío dijo una vez (diría que fue el de
Filosofía del Derecho) que la cultura de occidente, en su más
amplio concepto, es la americanización del mundo. La expansión de
unos valores que comenzaron en norteamérica como los valores que
salvarían al mundo cuando se alcanzó allí la primera democracia
mundial. La democracia y el capitalismo, ambos de la mano,
exportarían al mundo los nuevos valores tolerantes. Pero con el paso
de los años se ha tergiversado lo que en su día significaron esos
valores, esos derechos y libertades inspiradores de una constitución
americana con pretensión y ánimo de expansión mundial. Si
levantárase de su nicho alguno de aquellos revolucionarios
americanos que, tras arriesgar su vida, consiguió derrocar el
Antiguo Régimen, corriendo volvería hacia aquél. Hoy, en 2012, esos
valores se encuentran en peligro de extinción. La democracia que
contagiaba y entusiasmaba la están vaciando de contenido los grandes
empresarios de la mano de los políticos. Han olvidado lo que
significó ese cambio en la historia. Han perdido el norte. Han
amasado demasiado poder, tanto, que se les escapa de las manos. No
son capaces de gestionarlo. Les abruma. No son realmente conscientes
de que en un mundo globalizado y capitalista sus negocios condicionan
cosas de las que no pueden ni hacerse idea. Sus firmas provocan el
“efecto mariposa”, según el cual el aleteo de las alas de uno de
estos lepidópteros puede provocar un Tsunami al otro lado del mundo.
El
mercado mundial y, por ende, las economías nacionales, se encuentran
a merced de la voluntad de unas pocas manos irresponsables. Los
avances tecnológicos y la modernidad han llegado demasiado rápido,
y con ellos la globalización, y no sabemos usarlos correctamente.
Globalización, comercio y tecnología. Una bomba de relojería.
Tenemos que aprender. Informarnos y formarnos. Es como cuando a un
niño de 10 años le traen los Reyes Magos de Oriente un helicóptero
teledirigido. Antes de que lo abra y lo pruebe está claro que un
juguete tan sofisticado como ese para un niño que aún no supera la
década puede no ser el regalo idóneo. Pero papá, como todo buen
progenitor que se precie, no subestima a su retoño, y quiere ver
cómo éste maneja como un niño mayor ese juguete que supera sus
capacidades. Pareciera quisiera ponerlo a prueba. A su niño, claro,
no al aparato. Pero no vivimos en el mundo de Yupi. No dura el
helicóptero ni 10 minutos y ya se ha estrellado contra algún muro
cercano, mandando las hélices al casero taller de colas y celos, si
es que se ha tenido la suerte de que el desastre no sea tan grande
como para que haya que encargar unas hélices nuevas, o se ha
precipitado estrepitosamente contra el suelo, con un resultado
parecido al supuesto anterior, o, en el mejor de los casos,
simplemente queda posado en algún tejado vecino, no tampoco sin el
estropicio propio de un aterrizaje de emergencia. El niño es
demasiado pequeño para ese juego, aún no está preparado. La
sensibilidad que requiere un juguete así supera la adquirida durante
los pocos años que lleva sobre el mundo.
El
helicóptero para el vástago es la botella de whisky para el mancebo
de 15. O el destino de la humanidad en manos de la firma del
empresario. Niños y hombres, pequeños y mayores, con cosas que les
superan. Resultados nada impredecibles. Desastre tangible.
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