martes, 28 de febrero de 2012


Giorgio

       Empiezo escribiendo estas líneas a 300 km/h, de camino a la antaño Lutecia, de vuelta a casa. Sin comerlo ni beberlo he pasado de la desesperación normal producida por la supuesta pérdida del autobús que debía traerme de vuelta, a la grata sorpresa de comprobar que aún existe gente solidaria que da por el placer de dar, sabiendo que nada recibirá a cambio. La rúbrica de este artículo es el nombre de la persona que inspira el texto, y a la cual pretendo con él darle las gracias.

      Pero comencemos desde el principio, pues un final sin un comienzo es como entrar en coma en la Alemania comunista del este y salir de él una vez caído el muro, en una alemania unificada, democrática y capitalista, tal y como veíamos, y vemos, en “Good bye Lenin”.

       Comenzó todo cuando hará cosa de un mes mi amiga Tanya me comentó que en el fin de semana del 9 al 11 de febrero se celebraría en Bruselas una especie de congreso organizado por European Voice, un periódico cuya redacción informa sobre lo que se cuece en el seno de las instituciones europeas, y de tirada limitada a Londres, Bruselas, Luxemburgo y Estrasburgo, lugares estos, salvo la capital insular, sede de dichas instituciones. Este congreso tenía por fin, a través de charlas, informar sobre salidas laborales en Derecho, Ciencias Políticas y Economía, y en él habría también representantes de diversas universidades europeas promocionando sus programas de posgrado. Cuando me comentó Tanya este tema no me pareció en absoluto mala idea. Me pillaba la capital belga casi a tiro de piedra, a unos 300 kilómetros al noreste. Dicho y hecho. Solicitud de participación en las jornadas organizadas por European Voice. Confirmación días después de una plaza. Compra del billete a Bruselas con la compañía de autobuses Eurolines, que tenía comunicaciones por toda Europa y Marruecos a precios bastante asequibles, tanto más si se adquiría el billete con tiempo. París-Bruselas, 28€ ida y vuelta. No estaba mal. En Bruselas dormiría en casa de mi primo Curro, así que el fin de semana en principio no se salía del presupuesto.

      El jueves 9 de febrero llegué a la estación de autocares de Eurolines, sita en Porte Bagnolet, en la periferia este de París. Tenía prevista la compañía la salida del bus para las 14:30, pero a esa hora ahí no había nada con ruedas con destino a Bruselas. Tras una hora de retraso y de indignación entre los futuros pasajeros, que se hacía más intensa debido al frío que reinaba en la estación, pues no había calefacción y estábamos en París a cinco grados bajo cero, se dio por megafonía la no buena nueva de que el autobús venía con un retraso de 3 horas. Es decir, que aún restaban dos horas de espera. Pueden imaginarse la expresión que se dibujó en cuestión de segundos en todos los rostros entumecidos por el frío. Ante la desbordante situación que tenían en la chepa, los de la citada compañía tuvieron la lógica y práctica idea de meternos a todos en un bus que saldría en 15 minutos para Alemania, y que durante el trayecto haría escala en Bruselas, pues ese bus apenas iba lleno, y para la capital europea tampoco íbamos muchos, así que todos cupimos. Poco a poco, gracias a la improvisada solución y al calor del vehículo, fuimos los pasajeros olvidando la desagradable situación que hubiera supuesto esperar dos horas más a menos cinco bajo cero, solución que actuó incluso como amnésico, pues, por lo menos en mi caso, fui quitándole hierro a esa hora de injustificada (y no sabemos si justificable) espera.

       El bus salió finalmente, y en las tres horas cuarenta y cinco previstos, minutos arriba, minutos abajo, llegamos a nuestro destino: la estación ferroviaria de Bruxelles-Midi, la más grande de la ciudad. A pesar de encontrarse a tan sólo 300 km al noreste de París, en Bruselas las temperaturas eran mucho más bajas. A esa hora, las 20, estábamos a menos 8 grados, que se hacían mucho más acusados gracias a la gélida brisa siberiana que soplaba, que, además de congelar los alivios de los ebrios, disfrazaba esos menos 8 en menos 13. Nada más bajarme del bus, en una parada al lado de la estación de trenes, me metí en ésta para sacar mi plano de la maleta y comprobar el camino a seguir hasta la casa de mi primo, trazado en París esa misma mañana con la inestimable ayuda de google maps. Sobre el mapa el trayecto no parecía largo. Calculé unos 20-25 minutos a pie sin imprevistos, a paso de legionario. Primero tenía que llegar hasta Porte of Hall, a 5 minutos de la estación, y, una vez allí, seguir la gran avenida hacia el noreste, cuesta arriba, hasta llegar a Porte Namur, donde giraría a la calle de la derecha para desviarme luego la primera a la izquierda antes de llegar a mi destino. No parecía difícil el camino, y de echo no lo fue. Fue el frío el que convirtió un paseo de reconocimiento de una nueva ciudad en un divertido sufrimiento. Digo divertido porque antes o después sabía que llegaría a mi destino, y porque en una ciudad siempre tienes un bar donde meterte a calentarte, porque si no, no habría tenido nada de gracia. A los 10 minutos de marcha comencé a tener síntomas de congelación en orejas, nariz y manos. Apenas podía sentirlas. Si me hubieran cortado las orejas en ese momento se habrían conservado perfectamente a la intemperie toda la noche hasta que me las cosieran finalmente. Ese frío habría coagulado la sangre, haciendo innecesaria una posible transfusión. Se convirtió en urgente necesidad, por tanto, encontrar un lugar adecuado para calentarme y tomar un té o similar, y en esa gran avenida pensé que no me sería difícil encontrar un lugar así. Cinco minutos más hacia arriba encontré una especie de pequeño centro comercial climatizado que me hizo respirar de alivio, y donde lo único que había abierto a esas horas era un cine y un par de bares. Entré en el bar más tranquilo, y, antes de pedir nada, mi primera pregunta al chico que había detrás de la barra fue saber la hora de cierre del local. Dos chicas que acaban de pedir se echaron a reír al escucharme y, ante mi desconcierto, me dijeron que ellas acababan de preguntar exactamente lo mismo. Todo el mundo buscaba cobijarse de aquel frío glacial que vaciaba calles y reunía a las personas en el calor de los hogares. Como me dijera el de la barra que chaparía el local a las 23 horas, le eché un vistazo a la carta de infusiones y me pedí un té chino. Un euro. Esto ya no eran los 4€ que te sangraban en París por lo mismo. Ese agua con hierbas a 100 grados y los 45 minutos que estuve ahí me calentaron el alma, y renovaron mis fuerzas y disposición para afrontar lo que restara de camino, que no sabía cuánto era porque desconocía la altura a la que me encontraba de esa gran avenida. Aunque si ya llevaba 15 minutos de camino y lo calculé en 20-25, no debía quedar mucho. Salí a la calle para continuar avenida arriba, y grata fue mi sorpresa cuando al levantar la vista hacia delante vi el imponente edificio que constituía Porte Namur. Probablemente había visto el inmueble antes de entrar en el centro comercial, pero iba tan preocupado por evitar que se me congelaran las partes de mi cuerpo más expuestas al frío, que encontrar un lugar donde caerme muerto acaparó toda mi atención. Giré a la calle que se abría a la derecha de Porte Namur, y luego la primera a la izquierda, adentrándome por fin en la calle de mi primo. Una vez llegué al bloque de destino, me di cuenta de que ni sabía el número de su casa, ni tenía su número de teléfono. Y los nombres de los buzones y del portero automático nada útil pudieron revelarme.

       De repente caí en la cuenta de que tenía el número de la novia de mi primo, pero no podía contactar con ella desde mi teléfono móvil, pues éste, sin motivos aparentes, ya que antes de salir para Bruselas le había dado de su medicina (saldo), se mostraba reticente a dejarme llamar, actitud en la que persistiría todo el fin de semana. No conseguí hacer un diagnóstico del problema de mi teléfono porque los síntomas no tenían precedentes, aunque una vez volviera a París, más tranquilo, se me ocurriría la feliz idea de sacar la tarjeta SIM y de volverla a colocar (¡eureka!), pues quizás se había movido en uno de los muchos golpes que se llevaba conmigo. Así que, sin móvil operativo, me di la vuelta y desandé lo andado, para volverlo a andar más tarde, dirigiéndome a un locutorio que había avistado en esa misma calle. Afortunadamente pude contactar con la novia de mi primo y obtener la información ansiada, evitándome de esta manera el mal trago que hubiera supuesto llamar timbre por timbre a todos los del edificio, hasta dar con el piso de mi primo. Cuando salí del locutorio dirección a casa de mi primo, abordando de nuevo esa calle que empezaba ya a resultarme familiar, estaba mi primo Curro allí, esperándome en la calle, a los pies de su portal. Nos dimos dimos un largo abrazo, y subimos a calentarnos a su ático, donde preparó para ambos una infusión de una hierba llamada verbena que, quizás por la situación, me supo como pocas infusiones me habían sabido en mis 24 años.

       El fin de semana se presentaba bastante atractivo. Esperaba volver a París con nuevas ideas a considerar sobre mi futuro próximo, junto con las que ya tenía. El viernes por la mañana visitaría el Parlamentarium a las 9, para a las 12 y media encontrarme en el Comité de Regiones asistiendo al almuerzo que supondría la apertura oficial de las treceavas jornadas sobre estudios europeos de European Voice. El Parlamentarium es un edificio localizado en pleno meollo de las instituciones, y ofrece una visita interactiva sobre la historia de la Unión Europea y de sus instituciones. La visita (por cierto, gratuita) resultó ser tremendamente dinámica gracias a la guía multimedia de la que te proveían, y tenía un tiempo estimado de hora y media, aunque yo estuve dos y media, cuando tuve que largarme pitando al Comité de Regiones, calculando que aún me hubiera faltado un rato más. Tras la protocolaria charla de personalidades del nombrado comité, teniendo lugar mientras tómabamos un piscolabis por almuerzo, que consistían en bocadillos de jamón serrano con canónigos por un lado, y de gambas congeladas con zanahoria y mayonesa ligera (malísimos) por otro, nos encaminamos a la charla sobre Bussines and Law, y que tenía lugar en un pequeño y sofisticado hemiciclo, impartida por personalidades en la materia. La charla-debate derivó más en temas económicos, financieros y de negocios que en jurídicos, y constituyó más bien un debate donde los ponentes respondían a las preguntas como buenamente podían. Tras ello llegó la hora de la clausura, en la misma sala donde tuvo lugar el almuerzo, y donde nos convidaron a picar vegetales con jamón cocido, acompañados con vino blanco o tinto para los que gustaran, y refrescos para los que no.

       Con el atonte del vino nos fuimos Tanya, Marta y yo a caminar por la ciudad. Aún era de día y el cielo estaba despejado, y el frío no era impedimento para hacer absolutamente nada. Degustamos un auténtico gofre belga que ayudó a que nos serenáramos algo, y que sirvió de gusanillo para iniciar acto seguido la ruta del chocolate por todas las chocolaterías que proliferaban alrededor de la Grand Place, probando las muestras que nos ofrecían de esos sublimes chocolates caseros. Acabamos dicha ruta a los pies del pequeño y gracioso Manneken Pis, el monumento más popular de la ciudad junto con el Atomium, famoso por las historias que se cuentan que tiene detrás, sobre las que no hay consenso de cuál es la verdadera. Fuimos después a rellenarnos el gaznate en la cervecería Delirium Tremens, la más conocida de la ciudad, por haber obtenido en 2004 el premio Guinness de los records al local con más variedad de birras, sito justo en frente de la homóloga femenina del Maneken Pis, la Janeken Pis. Fue un viernes instructivo y ocioso. Un día intenso en el que tuvimos un contacto con los secretos mejor vendidos de los belgas.

       La segunda y última jornada resultó, ante todo, práctica. Era lo que veníamos buscando: opciones reales y tangibles sobre nuestro futuro. Primero nos dieron una charla sobre cómo meter la cabeza en el funcionariado europeo, en periodos de prácticas en el Parlamento, Consejo, Comisión, Consejo Económico y Social, Comité de Regiones, Tribunal de Justicia..., y que no resultó muy interesante, pues no nos dijeron nada que no supiéramos ya o que no pudieras sacar de la página web. Y luego llegó la hora de pasearse por los diferentes stands donde expertos en derechos humanos te asesoraban sobre tus posibilidades reales de entrar en el mercado laboral europeo, y donde las universidades ofertaban sus programas de posgrado y prácticas. Ésto último fue a lo que verdad le sacamos jugo, y donde recabamos Marta, Tanya y yo información que valía su peso en oro.

    -Bonjour. Excusez-moi monsieur, savez-vous où je peux trouver la Place de la Constitution? Je dois prendre un bus à Eurolines, et il de part là-bas.
        -Bonjour. Oui, la Place de la Constitution est de l'autre côte. Tu dois traverser la gare et voilà, tu verras la place.
        Eran las nueve y media de la mañana. Acababa de llegar al mismo sitio donde hacía tres días, en una gélida tarde, o más bien noche, el autobús me había dejado. Pero ahora no había rastro alguno de ningún autobús de Eurolines, ni de empleados de la compañía, ni de posibles viajeros. Este desconcierto llevó a cuestionarme si me encontraba en el lugar donde según mi billete saldría el autocar en 15 minutos: Place de la Constitution, nº 10, Bruxelles-Midi, el mismo sitio donde también según el billete me dejó el bus a la llegada a Bruselas. Pero si no estaba en la Place de la Constitution eso quería decir que el bus a la llegada me dejó en otro sitio diferente. Por estos pensamientos que rondaron mi mente pedí auxilio a los hombres para los que el entramado de calles y cruces de la ciudades no tienen secreto alguno, los taxistas. Tras abordar al que me pillaba más cerca de la parada de taxis que allí había, y tras agradecerle la voluntad que puso en su respuesta, pues incluso se bajó del taxi para señalarme a dónde dirigirme, encaminé la dirección que me indicó su brazo siniestro, sin parsimonia y a paso ligero, que era justamente en el lado opuesto de la estación a donde me encontraba. Mi autobús saldría en algo menos de 15 minutos. Por suerte, salí relativamente temprano de casa de mi primo esa mañana, por si se sucedieran imprevistos como el que estaba haciendo acto de presencia. Cuál fue mi sorpresa cuando al llegar a la teórica Place de la Constitution se abrió ante mis ojos un jungla de puestos donde compradores y vendedores hacían todo lo posible por casar intereses y salir lo mejor parados posibles del paso. Se me subió la sangre aún más a mis frías orejas y noté que iban a estallarme. Era domingo y había un mercadillo en la Place de la Constitution, dando la bienvenida a todos los turistas, trabajadores o residentes que llegaban a la gare Bruxelles-Midi en esa fría mañana. Aquel mercadillo me dió la impresión de ser especialmente caótico, haciendo las veces de hiedra sobre un muro: lo invadía todo sin benevolencia ni ton, ni complacencia ni son.

       ¿Qué hacer?, ¿de dónde salía supuestamente el autobús que me llevaría a casa? Aún sabiendo que nada encontraría, me puse de puntillas, y, haciendo visera con la mano izquierda, avisté el horizonte de esa gran plaza de oeste a este, en la inútil búsqueda de un vehículo de 12 metros de largo por 3 de ancho y unas 20 toneladas de peso: un monstruo de hierro como ese no podía esconderse entre puesto y puesto. Mi autobús salía del número diez de esa plaza. Me acerqué al primer puesto que vi para preguntar sobre ese número 10, y el tendero, ante mi sorpresa por su conocimiento, me dijo que ese número que buscaba, que era el establecimiento físico de Eurolines, estaba a unos cien metros, justo debajo del rótulo que rezaba “Hotel Continental”, en frente nuestra. Dirigí mi mirada hacía ahí y no vi más que toldos y gente delante de esa oficina, que estaba cerrada. Le dije que tenía que coger un autobús que teóricamente tenía que salir de ahí, y, ante la evidencia de la imposibilidad de que saliera un autobús esa mañana de esa plaza, por respuesta me llevé una cara amarga que buscaba empatizar con mi desventura, a la vez que me deseaba suerte. Abordé entonces a un policía que pasaba justo en ese momento por mi lado y le expliqué apresuradamente mi problema, pues el tiempo apremiaba y mis nervios se crispaban. Eran ya las 9:40. Tenía cinco minutos. El de placa plateada al pecho, solícito y con un ritmo de voz que se adaptaba a mi urgencia, me explicó lo más brevemente que pudo que normalmente los autobuses de Eurolines salían, efectivamente, del número diez de esta plaza, pero que los domingos, a causa del mercadillo, que salían desde el otro lado, justo desde el lugar, según sus explicaciones, del que vine yo a paso ligero hacía pocos minutos. Aquella respuesta me trastornó. Calculé que se tardaban 8 minutos en atravesar la estación andando, 6'30 a paso ligero y 5 corriendo. Antes de salir pitando le expliqué al policía que acababa de venir de ese lado de la estación del que me hablaba, y que no había rastro de ningún bus de Eurolines. El agente, haciendo oídos sordos a mi réplica, me repitió una vez más su argumento, con un tono que daba a entender que no podía refutarse, que los autocares de Eurolines no salían de la Place de la Constitution los domingos, que era imposible, ¿es que no veía el mercadillo?, que me dirigiera al lugar de donde venía, que saldría de ahí, que si no había visto ningún autobús sería porque no habría llegado aún. No tenía tiempo que perder en conversaciones inútiles. Ahí nadie sabía nada y yo ya me estaba ciscando en Eurolines. Salía el bus en 5 minutos, así que salí corriendo como alma que huye del diablo, no sin antes darle unas gracias bastante forzadas al policía.

       Mientras corría torpemente hacia donde me dejara el bus el jueves (pues ya me dirán cómo correr abrigado hasta las cejas y con una mochila a la espalda de dimensiones considerables) y mi cuerpo empezaba a transpirar (a diferencia de mi cara, que se congelaba), me vino a la cabeza la que se me antojaba aún más penosa imagen que la mía en ese momento: la de una persona mayor en mi misma situación. Al llegar al lugar donde realmente ya no sabía si encontrarme o no autobús, mis vanas esperanzas, si es que seguía albergando algunas, se confirmaron, pues la estampa era la misma que había dejado hacía 15 minutos atrás cuando salí hacia la Place de la Constitution: nada de autobuses con destino a París. Tras un par de minutos en los que me quedé parado recuperando el resuello, e intentando apartar de mi cabeza los pensamientos suicidas para con Eurolines, para pensar cómo volver a París, me percaté de que se acercaba hacia mi un señor vestido de uniforme con unas letras grabadas en la parte izquierda de la pechera, que no conformaban, tal y como me hubiera gustado, la palabra Eurolines. No osbtante, me preguntó:
       -¿Eurolines?- ¿Eurolines? Sólo escuchar esa palabra hizo que me subiera un cosquilleo de los pies a la cabeza y que brotaran nuevas esperanzas en mi de no haber perdido el autobús. ¿Es que la compañía Eurolines enviaba a este hombre para orientar a los pasajeros dada la información errónea de los billetes?
       -Oui, Eurolines.
       -Paris?
       -Oui, Paris. Où est le bus?
       -Le bus part de l'autre côte de la gare, vers la Place de la Constitution.
     ¿Cómo? ¿Se trataba de una broma pesada?, ¿acaso no sabía ese señor que a trescientos metros, en el otro lado, había una selva de puestos camuflados entre la gente que ocupaba la carretera, y, por ende, que no era posible que circulara por ahí un ciclomotor y, mucho menos, un gigante de hierro? Sentí cómo se me hinchaba la testa de sangre a causa del enfado, pero antes de explotar y de comenzar a escupir improperios contra la empleadora de ese hombre, pude templarme y explicarle a aquel señor mi situación, pues quizás tendría información interesante para mi. A fin de cuentas, había sido él quien se había acercado a mi, aparentemente para ayudarme. Le expliqué, sin esforzarme por disimular mi enfado pero sí por no faltarle al respeto, todo lo que se había sucedido en esos minutos precedentes, y que habían conseguido finalmente crispar mis nervios. El empleado se quedó pensativo unos segundos, digiriendo mi historia, para soltarme luego resueltamente:
       -Alors, si le bus ne part pas ni d'ici ni de la Place de la Constitution, il partira de la Gare du Nord, à 15 minutes à pied d'ici. Tu dois prendre le metro jusque là.
       …
   Enmudecí. ¿Se estaba mofando de mi ese señor? Ante esa respuesta ya no pude contenerme, y la frustración que me invadía se tornó en cólera, que pasé a descargar sobre aquel supuesto y desinformado empleado enviado por la compañía, y que parecía tan incompetente como su patrona. Entre tanto, se nos acercó otro señor, también de pulcro e inmaculado uniforme de letras grabadas en el pecho izquierdo, pero diferentes de las del otro, y tampoco de Eurolines, quien supuse otro empleado, a saber de quién. Se puso a nuestro lado, como queriendo intervenir en la conversación, mientras me acordaba yo de toda la familia de Eurolines. El que recibía mis descargas de ira consideró que no tenía por qué aguantarme, pues comenzó a desentenderse de la situación mientras el señor que acababa de llegar se involucraba activamente. Me preguntó el recién llegado que a dónde viajaba, a lo que cuando le dije que a París con la compañía Eurolines, me respondió que efectivamente aquel señor tenía razón, que el autocar salía de la Gare du Nord de Bruselas. Mientras me encontré una vez más contando la patética historia de la incompetencia de Eurolines, esta vez al que acababa de llegar, el primer señor que se acercó a mi se esfumó, lo que me sentó igual o peor que la información que me dio instantes antes. El recién llegado me caló el fuerte acento francés, y me preguntó por partida triple, en italiano, portugués y español, que cuál era mi lengua de origen. Le dije que español, y nuestra conversación adquirió automáticamente un cariz diferente. Se presentó como Giorgio. Ya le había contado mi historia en francés y ahora estaba haciéndolo en español, de forma más tranquila y detallada. Mi autobús lo había dado prácticamente por perdido. Me molestaba más pensar que lo había podido perder por la incompetencia de la compañía que por mi propia culpa. Me explicó Giorgio cómo llegar a la Gare du Nord de Bruselas, donde supuestamente salía mi bus, pero le dije que el bus probablemente se habría ido ya sin mi, pues la hora de partida era a las 10 menos cuarto, y ya eran cerca de las 10 de la mañana. Me respondió diciéndome que no me preocupara, que no pasaba nada, que no dejaba de ser un simple billete para una ciudad que estaba a escasos 300 km. Me hablaba como si considerase que aquello que me sucedía no fuese realmente un problema, y eso, más que irritarme, me agradaba, pues eran pequeñas dosis de optimismo ante el negro panorama.

       -Mira Enrique, ahora sale un tren para París y yo voy en él. Trabajo para el Thalys. Vente conmigo, porque si está mi amigo el revisor, en hora y media nos plantamos los dos en la Gare du Nord de París.- ¡Vaya!, aquel señor que había aparecido de la nada se presentaba como mi salvador. Entonces en ese momento la nueva alternativa hacía que pudiera barajar dos: Irme a la Gare du Nord por si estaba el autobús de Eurolines (sin garantías de que estuviera allí esperándome) o seguir a Giorgio a ver si tenía suerte y podía colarme en el tren. Me había tocado la moral la búsqueda del autobús fantasma, así que opté por la sobrevenida opción, que dentro de lo malo y lo incierto era lo menos malo y lo menos incierto. Me dejé querer por ese hombre. No obstante, todo parecía depender de que estuviera su amigo el revisor, así que con cierto escepticismo comencé a seguir a ese señor hacia los andenes del interior de la gare Bruxelles-Midi, donde nos apoyamos en una pared esperando a que llegara el tren mientras él se fumaba un cigarro. En tanto la espera, me contó que trabajaba en el bar del tren, así que si conseguíamos entrar, me dijo que me invitaría a desayunar. El optimismo y sencillez que dominaban el carácter de Giorgio fueron calando en mi estado de ánimo, mejorándolo, aunque a ratos pensaba que todo esto podía ser una especie de broma pesada, pues comenzaba a hacerme ilusiones reales de volver a París, cuando por la instancia no tenía garantía alguna de que aquella opción fuera tangible. Parecía todo un tanto surrealista. El tren llegó sobre las 10:00 horas y comenzó el flujo de pasajeros que bajaban y subían a aquel vólido ferroviario, y con ellos los empleados que, como Giorgio, viajarían también. Desde nuestra posición Giorgio no alcanzaba a distinguir si el señor que vestía de revisor, que hablaba con otro empleado, era o no su amigo. Nos acercamos un poco hasta que pudo saber quién era. Habíamos tenido suerte, era su compadre. No obstante, como toda precaución es poca cuando no se depende de uno mismo, Giorgio inventó una coartada ante posibles preguntas indiscretas de su amigo el revisor: yo sería amigo de su hermano pequeño (del de Giorgio), el cual era gay y amigo a la vez del revisor, de la misma inclinación sexual (con esto buscaba Giorgio despertar ese sentimiento de identificación que existe entre los de igual condición), y yo no hablaría francés, sólo español, así podría poner cara tonto y de incomprensión ante preguntas directas. Giorgio me dijo que lo siguiera. Nos acercamos al revisor. Él era mi billete para París. Le dijo unas palabras al oído y me señaló. Asentí con la cabeza a modo de saludo, dedicándole una sonrisa incrustada una cara de falsa seguridad que buscaba reflejara la normalidad de lo que tanto Giorgio como yo pretendíamos, como dándole a entender al revisor de que su negativa estaría totalmente fuera de contexto e iría en contra de lo acostumbrado en estos casos, y le tendí mi mano. Me la estrechó y, sin más preámbulos, me dedicó una sonrisa que significaba que tenía billete para París.

       Nos despedimos del revisor y seguí a Giorgio hacia la puerta del tren donde entraban los empleados. Por esa puerta accedimos al bar del tren, donde Giorgio dejó sus enseres para conducirme acto seguido a la sala más próxima al bar, para que hiciera yo lo propio y me acomodara, pues él, según me dijo, tenía que preparar el bar para la partida del tren. Dejé mis cosas y me senté en el asiento más cercano al bar. Estaba en primera clase, en una sala donde habrían escasos 24 asientos. En frente mía tenía a una señora mayor con anillos de oro en los dedos y un ostentoso abrigo. Y en la fila de asientos del otro lado, a mi izquierda, había un señor de mediana edad y pelo canoso leyendo el periódico, elegantemente trajeado. A los pocos minutos salió el tren. Hora y media había dicho Giorgio que teníamos de trayecto, por contra de las 4 horas de bus. Estábamos en el Thalys, el tren de alta velocidad franco-belga-alemán que comunicaba estos tres países. Estaba ensimismado en mis pensamientos cuando el tren salió de la estación. Me habían pasado muchas cosas en esos últimos 45 minutos, necesitaba relajarme y asimilar todo eso. Ese hombre, Giorgio, al que había conocido hacía apenas 15 minutos, se había volcado conmigo, con un completo extraño, y me había colado en el tren, haciendo uso del beneficio propio de trabajar para la compañía ferroviaria. La intensidad del fin de semana y de los últimos sucesos se unieron al suave meceo del tren, y actuaron como somnífero, pues empezaba a encontrarme tremendamente fatigado y tenía ganas de echar una cabezada. Pero a la vez que fatigado me sentía inspirado de bondad y buenas sensaciones. Me sentía bien a causa de la generosidad que ese hombre había vertido en mi. Tenía ganas de responder al mundo como Giorgio lo había echo conmigo, y lo primero que se me ocurrió fue escribir la historia. Así que me levanté, abrí mi mochila y extraje de ella libreta y bolígrafo, y comencé a escribir estas líneas, completamente inspirado e inundado de la felicidad de haber conocido a un ejemplar de esa especie en extinción que da que da por el placer de dar, sin esperar recibir nada a cambio. Pero a los pocos minutos dejé el bolígrafo. No era el momento. Podría seguir escribiendo en otra ocasión. Quería levantarme y hablar con él, saber cosas de su vida. Pero no hizo falta que fuera a buscarlo a la barra, porque cuando me disponía a levantarme vino él a mi encuentro. Me preguntó que si me apetecía un café, a lo que asentí sin reservas. Me erguí y lo seguí al bar, donde desde detrás de la barra me tendió una bandeja con un desayuno completo: café, galletas de mantequilla de la región de francesa de Normandía, un pastelito de crema y chocolate y un yogur. Cuando terminé de desayunar el tren había llegado ya a la periferia parisina. Estuvimos platicando en la barra prácticamente todo el tiempo que duró el viaje, donde aproveché para pedirle su contacto y darle el mío, por si algún día pasaba por París o volvía yo a Bruselas, para invitarle a unas pintas, y para mandarle un mensaje cuando estuviera publicado este texto en internet.

       Una vez llegamos a la Gare du Nord de París, por si acaso no había sido ya suficiente, Giorgio me tenía preparada una bolsa repleta de paquetes de galletas de mantequilla de Normandía, refrescos y cervezas belgas. Salimos él y yo de la estación y estuvimos hablando unos minutos al sol que lucía ese domingo en París, mientras se fumaba un cigarro. En cinco minutos tenía que volver al Thalys para subir a Ámsterdam tan rápido como habíamos llegado a la capital francesa, para volver a bajar luego a Bruselas y acabar así su jornada laboral. Nuestra conversación era alegre a la par que melancólica. Él estaba feliz de haberme ayudado, se sentía bien, era manifiesto. Cuando apagó la colilla con sus zapatos negros del trabajo, nos dimos un largo y sentido abrazo, y, mientras él se adentraba en la estación para volver a su tren, yo me iba en sentido contrario con una sonrisa y mirada perdida, dando gracias al azar por haber tenido la suerte de haber conocido a esa gran persona.

domingo, 5 de febrero de 2012


Efecto mariposa

       Hemos entrado en el 2000 sin brújula. Nos hemos emocionado con el desarrollo y no nos hemos preocupado por elaborar unas instrucciones que nos digan cómo entrar en esta nueva centuria de la tecnología. Escapa del sentido común el que desde Wall Street se condicione la economía de nuestro país, de la comen millones de personas, y el que los acuerdos sobre el petróleo de EEUU con Irán condicione el barril en España, del que dependen miles de camioneros. Y también que a través de un despacho en Bruselas se de carta blanca a la explotación extranjera de minas de diamantes en Liberia, dejando a los autóctonos el trabajo técnico mientras los diamantes se convierten en propiedad de peces gordos. Si Liberia tiene recursos, que los explote ella misma y que haga reflotar su economía, devastada por las dos recientes guerras civiles que ha vivido y que la han convertido en uno de los países más pobres del mundo, donde el índice de desempleo supera la escalofriante cifra del 80% de la población, una de las 5 tasas más altas del mundo.

       Capitalismo agresivo desprovisto de valores éticos y morales. El egoísmo nos corroe las entrañas. Cada uno mira a su ombligo con orgullo, sin que importe nada más. Se han vuelto completamente impersonales las relaciones comerciales. Éste es el peor lado de la globalización. Nadie hace el mal deliberadamente, de forma gratuita. Quizás fueran diferentes las cosas si el belga viajara a Liberia y contemplara de primera mano la pobreza que asola al país, de la que es cómplice. Esta impersonalidad contribuye a que el egocentrismo que caracteriza a los tiempos modernos triunfe. Ya he dicho en alguna ocasión que el ser humano es malo por naturaleza. Es egoísta. Y por tanto es normal que cada perro se lama su cipote, porque nadie lo hará por nadie (salvo la mujer de cada uno, y sólo si ha tenido buen día). Pero todo puede hacerse bien. Que se laman sus cipotes sin que la ética y la moral decaigan. Que la solidaridad y la humanidad permanezcan. No es incompatible ese egoísmo innato con el amor al ser humano. Somos seres sociales, dependientes los unos de los otros. Y quien proclame lo contrario se engaña. Y el que lo afirme aún siendo advertido de que traiciona a su más hondo subconsciente, que lo destierren a un paraíso inhabitado, como reza el título del libro de Ana María Matute. Acabaría loco, cual Tom Hanks en la isla tras el accidente aéreo.

       Estos tiempos que vivimos llevan a la sociedad occidental al declive. No recuerdo qué profesor mío dijo una vez (diría que fue el de Filosofía del Derecho) que la cultura de occidente, en su más amplio concepto, es la americanización del mundo. La expansión de unos valores que comenzaron en norteamérica como los valores que salvarían al mundo cuando se alcanzó allí la primera democracia mundial. La democracia y el capitalismo, ambos de la mano, exportarían al mundo los nuevos valores tolerantes. Pero con el paso de los años se ha tergiversado lo que en su día significaron esos valores, esos derechos y libertades inspiradores de una constitución americana con pretensión y ánimo de expansión mundial. Si levantárase de su nicho alguno de aquellos revolucionarios americanos que, tras arriesgar su vida, consiguió derrocar el Antiguo Régimen, corriendo volvería hacia aquél. Hoy, en 2012, esos valores se encuentran en peligro de extinción. La democracia que contagiaba y entusiasmaba la están vaciando de contenido los grandes empresarios de la mano de los políticos. Han olvidado lo que significó ese cambio en la historia. Han perdido el norte. Han amasado demasiado poder, tanto, que se les escapa de las manos. No son capaces de gestionarlo. Les abruma. No son realmente conscientes de que en un mundo globalizado y capitalista sus negocios condicionan cosas de las que no pueden ni hacerse idea. Sus firmas provocan el “efecto mariposa”, según el cual el aleteo de las alas de uno de estos lepidópteros puede provocar un Tsunami al otro lado del mundo.

       El mercado mundial y, por ende, las economías nacionales, se encuentran a merced de la voluntad de unas pocas manos irresponsables. Los avances tecnológicos y la modernidad han llegado demasiado rápido, y con ellos la globalización, y no sabemos usarlos correctamente. Globalización, comercio y tecnología. Una bomba de relojería. Tenemos que aprender. Informarnos y formarnos. Es como cuando a un niño de 10 años le traen los Reyes Magos de Oriente un helicóptero teledirigido. Antes de que lo abra y lo pruebe está claro que un juguete tan sofisticado como ese para un niño que aún no supera la década puede no ser el regalo idóneo. Pero papá, como todo buen progenitor que se precie, no subestima a su retoño, y quiere ver cómo éste maneja como un niño mayor ese juguete que supera sus capacidades. Pareciera quisiera ponerlo a prueba. A su niño, claro, no al aparato. Pero no vivimos en el mundo de Yupi. No dura el helicóptero ni 10 minutos y ya se ha estrellado contra algún muro cercano, mandando las hélices al casero taller de colas y celos, si es que se ha tenido la suerte de que el desastre no sea tan grande como para que haya que encargar unas hélices nuevas, o se ha precipitado estrepitosamente contra el suelo, con un resultado parecido al supuesto anterior, o, en el mejor de los casos, simplemente queda posado en algún tejado vecino, no tampoco sin el estropicio propio de un aterrizaje de emergencia. El niño es demasiado pequeño para ese juego, aún no está preparado. La sensibilidad que requiere un juguete así supera la adquirida durante los pocos años que lleva sobre el mundo.

       El helicóptero para el vástago es la botella de whisky para el mancebo de 15. O el destino de la humanidad en manos de la firma del empresario. Niños y hombres, pequeños y mayores, con cosas que les superan. Resultados nada impredecibles. Desastre tangible.