Giorgio
Empiezo
escribiendo estas líneas a 300 km/h, de camino a la antaño Lutecia,
de vuelta a casa. Sin comerlo ni beberlo he pasado de la
desesperación normal producida por la supuesta pérdida del autobús
que debía traerme de vuelta, a la grata sorpresa de comprobar que
aún existe gente solidaria que da por el placer de dar, sabiendo que
nada recibirá a cambio. La rúbrica de este artículo es el nombre
de la persona que inspira el texto, y a la cual pretendo con él
darle las gracias.
Pero
comencemos desde el principio, pues un final sin un comienzo es como
entrar en coma en la Alemania comunista del este y salir de él una
vez caído el muro, en una alemania unificada, democrática y
capitalista, tal y como veíamos, y vemos, en “Good bye Lenin”.
Comenzó
todo cuando hará cosa de un mes mi amiga Tanya me comentó que en el
fin de semana del 9 al 11 de febrero se celebraría en Bruselas una
especie de congreso organizado por European Voice, un periódico cuya
redacción informa sobre lo que se cuece en el seno de las
instituciones europeas, y de tirada limitada a Londres, Bruselas,
Luxemburgo y Estrasburgo, lugares estos, salvo la capital insular,
sede de dichas instituciones. Este congreso tenía por fin, a través
de charlas, informar sobre salidas laborales en Derecho, Ciencias
Políticas y Economía, y en él habría también representantes de
diversas universidades europeas promocionando sus programas de
posgrado. Cuando me comentó Tanya este tema no me pareció en
absoluto mala idea. Me pillaba la capital belga casi a tiro de
piedra, a unos 300 kilómetros al noreste. Dicho y hecho. Solicitud
de participación en las jornadas organizadas por European Voice.
Confirmación días después de una plaza. Compra del billete a
Bruselas con la compañía de autobuses Eurolines, que tenía
comunicaciones por toda Europa y Marruecos a precios bastante
asequibles, tanto más si se adquiría el billete con tiempo.
París-Bruselas, 28€ ida y vuelta. No estaba mal. En Bruselas
dormiría en casa de mi primo Curro, así que el fin de semana en
principio no se salía del presupuesto.
El
jueves 9 de febrero llegué a la estación de autocares de Eurolines,
sita en Porte Bagnolet, en la periferia este de París. Tenía
prevista la compañía la salida del bus para las 14:30, pero a esa
hora ahí no había nada con ruedas con destino a Bruselas. Tras una
hora de retraso y de indignación entre los futuros pasajeros, que se
hacía más intensa debido al frío que reinaba en la estación, pues
no había calefacción y estábamos en París a cinco grados bajo
cero, se dio por megafonía la no buena nueva de que el autobús
venía con un retraso de 3 horas. Es decir, que aún restaban dos
horas de espera. Pueden imaginarse la expresión que se dibujó en
cuestión de segundos en todos los rostros entumecidos por el frío.
Ante la desbordante situación que tenían en la chepa, los de la
citada compañía tuvieron la lógica y práctica idea de meternos a
todos en un bus que saldría en 15 minutos para Alemania, y que
durante el trayecto haría escala en Bruselas, pues ese bus apenas
iba lleno, y para la capital europea tampoco íbamos muchos, así que
todos cupimos. Poco a poco, gracias a la improvisada solución y al
calor del vehículo, fuimos los pasajeros olvidando la desagradable
situación que hubiera supuesto esperar dos horas más a menos cinco
bajo cero, solución que actuó incluso como amnésico, pues, por lo
menos en mi caso, fui quitándole hierro a esa hora de injustificada
(y no sabemos si justificable) espera.
El
bus salió finalmente, y en las tres horas cuarenta y cinco
previstos, minutos arriba, minutos abajo, llegamos a nuestro
destino: la estación ferroviaria de Bruxelles-Midi, la más grande
de la ciudad. A pesar de encontrarse a tan sólo 300 km al noreste de
París, en Bruselas las temperaturas eran mucho más bajas. A esa
hora, las 20, estábamos a menos 8 grados, que se hacían mucho más
acusados gracias a la gélida brisa siberiana que soplaba, que,
además de congelar los alivios de los ebrios, disfrazaba esos menos
8 en menos 13. Nada más bajarme del bus, en una parada al lado de la
estación de trenes, me metí en ésta para sacar mi plano de la
maleta y comprobar el camino a seguir hasta la casa de mi primo,
trazado en París esa misma mañana con la inestimable ayuda de
google maps. Sobre el mapa el trayecto no parecía largo. Calculé
unos 20-25 minutos a pie sin imprevistos, a paso de legionario.
Primero tenía que llegar hasta Porte of Hall, a 5 minutos de la
estación, y, una vez allí, seguir la gran avenida hacia el noreste,
cuesta arriba, hasta llegar a Porte Namur, donde giraría a la calle
de la derecha para desviarme luego la primera a la izquierda antes de
llegar a mi destino. No parecía difícil el camino, y de echo no lo
fue. Fue el frío el que convirtió un paseo de reconocimiento de una
nueva ciudad en un divertido sufrimiento. Digo divertido porque antes
o después sabía que llegaría a mi destino, y porque en una ciudad
siempre tienes un bar donde meterte a calentarte, porque si no, no
habría tenido nada de gracia. A los 10 minutos de marcha comencé a
tener síntomas de congelación en orejas, nariz y manos. Apenas
podía sentirlas. Si me hubieran cortado las orejas en ese momento se
habrían conservado perfectamente a la intemperie toda la noche hasta
que me las cosieran finalmente. Ese frío habría coagulado la
sangre, haciendo innecesaria una posible transfusión. Se convirtió
en urgente necesidad, por tanto, encontrar un lugar adecuado para
calentarme y tomar un té o similar, y en esa gran avenida pensé que
no me sería difícil encontrar un lugar así. Cinco minutos más
hacia arriba encontré una especie de pequeño centro comercial
climatizado que me hizo respirar de alivio, y donde lo único que
había abierto a esas horas era un cine y un par de bares. Entré en
el bar más tranquilo, y, antes de pedir nada, mi primera pregunta al
chico que había detrás de la barra fue saber la hora de cierre del
local. Dos chicas que acaban de pedir se echaron a reír al
escucharme y, ante mi desconcierto, me dijeron que ellas acababan de
preguntar exactamente lo mismo. Todo el mundo buscaba cobijarse de
aquel frío glacial que vaciaba calles y reunía a las personas en el
calor de los hogares. Como me dijera el de la barra que chaparía el
local a las 23 horas, le eché un vistazo a la carta de infusiones y
me pedí un té chino. Un euro. Esto ya no eran los 4€ que te
sangraban en París por lo mismo. Ese agua con hierbas a 100 grados y
los 45 minutos que estuve ahí me calentaron el alma, y renovaron mis
fuerzas y disposición para afrontar lo que restara de camino, que no
sabía cuánto era porque desconocía la altura a la que me
encontraba de esa gran avenida. Aunque si ya llevaba 15 minutos de
camino y lo calculé en 20-25, no debía quedar mucho. Salí a la
calle para continuar avenida arriba, y grata fue mi sorpresa cuando
al levantar la vista hacia delante vi el imponente edificio que
constituía Porte Namur. Probablemente había visto el inmueble antes
de entrar en el centro comercial, pero iba tan preocupado por evitar
que se me congelaran las partes de mi cuerpo más expuestas al frío,
que encontrar un lugar donde caerme muerto acaparó toda mi atención.
Giré a la calle que se abría a la derecha de Porte Namur, y luego
la primera a la izquierda, adentrándome por fin en la calle de mi
primo. Una vez llegué al bloque de destino, me di cuenta de que ni
sabía el número de su casa, ni tenía su número de teléfono. Y
los nombres de los buzones y del portero automático nada útil
pudieron revelarme.
De
repente caí en la cuenta de que tenía el número de la novia de mi
primo, pero no podía contactar con ella desde mi teléfono móvil,
pues éste, sin motivos aparentes, ya que antes de salir para
Bruselas le había dado de su medicina (saldo), se mostraba reticente
a dejarme llamar, actitud en la que persistiría todo el fin de
semana. No conseguí hacer un diagnóstico del problema de mi
teléfono porque los síntomas no tenían precedentes, aunque una vez
volviera a París, más tranquilo, se me ocurriría la feliz idea de
sacar la tarjeta SIM y de volverla a colocar (¡eureka!), pues quizás
se había movido en uno de los muchos golpes que se llevaba conmigo.
Así que, sin móvil operativo, me di la vuelta y desandé lo andado,
para volverlo a andar más tarde, dirigiéndome a un locutorio que
había avistado en esa misma calle. Afortunadamente pude contactar
con la novia de mi primo y obtener la información ansiada,
evitándome de esta manera el mal trago que hubiera supuesto llamar
timbre por timbre a todos los del edificio, hasta dar con el piso de
mi primo. Cuando salí del locutorio dirección a casa de mi primo,
abordando de nuevo esa calle que empezaba ya a resultarme familiar,
estaba mi primo Curro allí, esperándome en la calle, a los pies de
su portal. Nos dimos dimos un largo abrazo, y subimos a calentarnos a
su ático, donde preparó para ambos una infusión de una hierba
llamada verbena que, quizás por la situación, me supo como pocas
infusiones me habían sabido en mis 24 años.
El
fin de semana se presentaba bastante atractivo. Esperaba volver a
París con nuevas ideas a considerar sobre mi futuro próximo, junto
con las que ya tenía. El viernes por la mañana visitaría el
Parlamentarium a las 9, para a las 12 y media encontrarme en el
Comité de Regiones asistiendo al almuerzo que supondría la apertura
oficial de las treceavas jornadas sobre estudios europeos de European
Voice. El Parlamentarium es un edificio localizado en pleno meollo de
las instituciones, y ofrece una visita interactiva sobre la historia
de la Unión Europea y de sus instituciones. La visita (por cierto,
gratuita) resultó ser tremendamente dinámica gracias a la guía
multimedia de la que te proveían, y tenía un tiempo estimado de
hora y media, aunque yo estuve dos y media, cuando tuve que largarme
pitando al Comité de Regiones, calculando que aún me hubiera
faltado un rato más. Tras la protocolaria charla de personalidades
del nombrado comité, teniendo lugar mientras tómabamos un
piscolabis por almuerzo, que consistían en bocadillos de jamón
serrano con canónigos por un lado, y de gambas congeladas con
zanahoria y mayonesa ligera (malísimos) por otro, nos encaminamos a
la charla sobre Bussines and Law, y que tenía lugar en un pequeño y
sofisticado hemiciclo, impartida por personalidades en la materia. La
charla-debate derivó más en temas económicos, financieros y de
negocios que en jurídicos, y constituyó más bien un debate donde
los ponentes respondían a las preguntas como buenamente podían.
Tras ello llegó la hora de la clausura, en la misma sala donde tuvo
lugar el almuerzo, y donde nos convidaron a picar vegetales con jamón
cocido, acompañados con vino blanco o tinto para los que gustaran, y
refrescos para los que no.
Con
el atonte del vino nos fuimos Tanya, Marta y yo a caminar por la
ciudad. Aún era de día y el cielo estaba despejado, y el frío no
era impedimento para hacer absolutamente nada. Degustamos un
auténtico gofre belga que ayudó a que nos serenáramos algo, y que
sirvió de gusanillo para iniciar acto seguido la ruta del chocolate
por todas las chocolaterías que proliferaban alrededor de la Grand
Place, probando las muestras que nos ofrecían de esos sublimes
chocolates caseros. Acabamos dicha ruta a los pies del pequeño y
gracioso Manneken Pis, el monumento más popular de la ciudad junto
con el Atomium, famoso por las historias que se cuentan que tiene
detrás, sobre las que no hay consenso de cuál es la verdadera.
Fuimos después a rellenarnos el gaznate en la cervecería Delirium
Tremens, la más conocida de la ciudad, por haber obtenido en 2004 el
premio Guinness de los records al local con más variedad de birras,
sito justo en frente de la homóloga femenina del Maneken Pis, la
Janeken Pis. Fue un viernes instructivo y ocioso. Un día intenso en
el que tuvimos un contacto con los secretos mejor vendidos de los
belgas.
La
segunda y última jornada resultó, ante todo, práctica. Era lo que
veníamos buscando: opciones reales y tangibles sobre nuestro futuro.
Primero nos dieron una charla sobre cómo meter la cabeza en el
funcionariado europeo, en periodos de prácticas en el Parlamento,
Consejo, Comisión, Consejo Económico y Social, Comité de Regiones,
Tribunal de Justicia..., y que no resultó muy interesante, pues no
nos dijeron nada que no supiéramos ya o que no pudieras sacar de la
página web. Y luego llegó la hora de pasearse por los diferentes
stands donde expertos en derechos humanos te asesoraban sobre tus
posibilidades reales de entrar en el mercado laboral europeo, y donde
las universidades ofertaban sus programas de posgrado y prácticas.
Ésto último fue a lo que verdad le sacamos jugo, y donde recabamos
Marta, Tanya y yo información que valía su peso en oro.
-Bonjour.
Excusez-moi monsieur, savez-vous où je peux trouver la Place de la
Constitution? Je dois prendre un bus à Eurolines, et il de part
là-bas.
-Bonjour.
Oui, la Place de la Constitution est de l'autre côte. Tu dois
traverser la gare et voilà, tu verras la place.
Eran
las nueve y media de la mañana. Acababa de llegar al mismo sitio
donde hacía tres días, en una gélida tarde, o más bien noche, el
autobús me había dejado. Pero ahora no había rastro alguno de
ningún autobús de Eurolines, ni de empleados de la compañía, ni
de posibles viajeros. Este desconcierto llevó a cuestionarme si me
encontraba en el lugar donde según mi billete saldría el autocar en
15 minutos: Place de la Constitution, nº 10, Bruxelles-Midi, el
mismo sitio donde también según el billete me dejó el bus a la
llegada a Bruselas. Pero si no estaba en la Place de la Constitution
eso quería decir que el bus a la llegada me dejó en otro sitio
diferente. Por estos pensamientos que rondaron mi mente pedí auxilio
a los hombres para los que el entramado de calles y cruces de la
ciudades no tienen secreto alguno, los taxistas. Tras abordar al que
me pillaba más cerca de la parada de taxis que allí había, y tras
agradecerle la voluntad que puso en su respuesta, pues incluso se
bajó del taxi para señalarme a dónde dirigirme, encaminé la
dirección que me indicó su brazo siniestro, sin parsimonia y a paso
ligero, que era justamente en el lado opuesto de la estación a donde
me encontraba. Mi autobús saldría en algo menos de 15 minutos. Por
suerte, salí relativamente temprano de casa de mi primo esa mañana,
por si se sucedieran imprevistos como el que estaba haciendo acto de
presencia. Cuál fue mi sorpresa cuando al llegar a la teórica Place
de la Constitution se abrió ante mis ojos un jungla de puestos donde
compradores y vendedores hacían todo lo posible por casar intereses
y salir lo mejor parados posibles del paso. Se me subió la sangre
aún más a mis frías orejas y noté que iban a estallarme. Era
domingo y había un mercadillo en la Place de la Constitution, dando
la bienvenida a todos los turistas, trabajadores o residentes que
llegaban a la gare Bruxelles-Midi en esa fría mañana. Aquel
mercadillo me dió la impresión de ser especialmente caótico,
haciendo las veces de hiedra sobre un muro: lo invadía todo sin
benevolencia ni ton, ni complacencia ni son.
¿Qué
hacer?, ¿de dónde salía supuestamente el autobús que me llevaría
a casa? Aún sabiendo que nada encontraría, me puse de puntillas, y,
haciendo visera con la mano izquierda, avisté el horizonte de esa
gran plaza de oeste a este, en la inútil búsqueda de un vehículo
de 12 metros de largo por 3 de ancho y unas 20 toneladas de peso: un
monstruo de hierro como ese no podía esconderse entre puesto y
puesto. Mi autobús salía del número diez de esa plaza. Me acerqué
al primer puesto que vi para preguntar sobre ese número 10, y el
tendero, ante mi sorpresa por su conocimiento, me dijo que ese número
que buscaba, que era el establecimiento físico de Eurolines, estaba
a unos cien metros, justo debajo del rótulo que rezaba “Hotel
Continental”, en frente nuestra. Dirigí mi mirada hacía ahí y no
vi más que toldos y gente delante de esa oficina, que estaba
cerrada. Le dije que tenía que coger un autobús que teóricamente
tenía que salir de ahí, y, ante la evidencia de la imposibilidad de
que saliera un autobús esa mañana de esa plaza, por respuesta me
llevé una cara amarga que buscaba empatizar con mi desventura, a la
vez que me deseaba suerte. Abordé entonces a un policía que pasaba
justo en ese momento por mi lado y le expliqué apresuradamente mi
problema, pues el tiempo apremiaba y mis nervios se crispaban. Eran
ya las 9:40. Tenía cinco minutos. El de placa plateada al pecho,
solícito y con un ritmo de voz que se adaptaba a mi urgencia, me
explicó lo más brevemente que pudo que normalmente los autobuses de
Eurolines salían, efectivamente, del número diez de esta plaza,
pero que los domingos, a causa del mercadillo, que salían desde el
otro lado, justo desde el lugar, según sus explicaciones, del que
vine yo a paso ligero hacía pocos minutos. Aquella respuesta me
trastornó. Calculé que se tardaban 8 minutos en atravesar la
estación andando, 6'30 a paso ligero y 5 corriendo. Antes de salir
pitando le expliqué al policía que acababa de venir de ese lado de
la estación del que me hablaba, y que no había rastro de ningún
bus de Eurolines. El agente, haciendo oídos sordos a mi réplica, me
repitió una vez más su argumento, con un tono que daba a entender
que no podía refutarse, que los autocares de Eurolines no salían de
la Place de la Constitution los domingos, que era imposible, ¿es que
no veía el mercadillo?, que me dirigiera al lugar de donde venía,
que saldría de ahí, que si no había visto ningún autobús sería
porque no habría llegado aún. No tenía tiempo que perder en
conversaciones inútiles. Ahí nadie sabía nada y yo ya me estaba
ciscando en Eurolines. Salía el bus en 5 minutos, así que salí
corriendo como alma que huye del diablo, no sin antes darle unas
gracias bastante forzadas al policía.
Mientras
corría torpemente hacia donde me dejara el bus el jueves (pues ya me
dirán cómo correr abrigado hasta las cejas y con una mochila a la
espalda de dimensiones considerables) y mi cuerpo empezaba a
transpirar (a diferencia de mi cara, que se congelaba), me vino a la
cabeza la que se me antojaba aún más penosa imagen que la mía en
ese momento: la de una persona mayor en mi misma situación. Al
llegar al lugar donde realmente ya no sabía si encontrarme o no
autobús, mis vanas esperanzas, si es que seguía albergando algunas,
se confirmaron, pues la estampa era la misma que había dejado hacía
15 minutos atrás cuando salí hacia la Place de la Constitution:
nada de autobuses con destino a París. Tras un par de minutos en los
que me quedé parado recuperando el resuello, e intentando apartar de
mi cabeza los pensamientos suicidas para con Eurolines, para pensar
cómo volver a París, me percaté de que se acercaba hacia mi un
señor vestido de uniforme con unas letras grabadas en la parte
izquierda de la pechera, que no conformaban, tal y como me hubiera
gustado, la palabra Eurolines. No osbtante, me preguntó:
-¿Eurolines?-
¿Eurolines? Sólo
escuchar esa palabra hizo que me subiera un cosquilleo de los pies a
la cabeza y que brotaran nuevas esperanzas en mi de no haber perdido
el autobús. ¿Es que la compañía Eurolines enviaba a este hombre
para orientar a los pasajeros dada la información errónea de los
billetes?
-Oui,
Eurolines.
-Paris?
-Oui,
Paris. Où est le bus?
-Le
bus part de l'autre côte de la gare, vers la Place de la
Constitution.
¿Cómo?
¿Se trataba de una broma pesada?, ¿acaso no sabía ese señor que a
trescientos metros, en el otro lado, había una selva de puestos
camuflados entre la gente que ocupaba la carretera, y, por ende, que
no era posible que circulara por ahí un ciclomotor y, mucho menos,
un gigante de hierro? Sentí cómo se me hinchaba la testa de sangre
a causa del enfado, pero antes de explotar y de comenzar a escupir
improperios contra la empleadora de ese hombre, pude templarme y
explicarle a aquel señor mi situación, pues quizás tendría
información interesante para mi. A fin de cuentas, había sido él
quien se había acercado a mi, aparentemente para ayudarme. Le
expliqué, sin esforzarme por disimular mi enfado pero sí por no
faltarle al respeto, todo lo que se había sucedido en esos minutos
precedentes, y que habían conseguido finalmente crispar mis nervios.
El empleado se quedó pensativo unos segundos, digiriendo mi
historia, para soltarme luego resueltamente:
-Alors,
si le bus ne part pas ni d'ici ni de la Place de la Constitution, il
partira de la Gare du Nord, à 15 minutes à pied d'ici. Tu dois
prendre le metro jusque là.
…
Enmudecí.
¿Se estaba mofando de mi ese señor? Ante esa respuesta ya no pude
contenerme, y la frustración que me invadía se tornó en cólera,
que pasé a descargar sobre aquel supuesto y desinformado empleado
enviado por la compañía, y que parecía tan incompetente como su
patrona. Entre tanto, se nos acercó otro señor, también de pulcro
e inmaculado uniforme de letras grabadas en el pecho izquierdo, pero
diferentes de las del otro, y tampoco de Eurolines, quien supuse otro
empleado, a saber de quién. Se puso a nuestro lado, como queriendo
intervenir en la conversación, mientras me acordaba yo de toda la
familia de Eurolines. El que recibía mis descargas de ira consideró
que no tenía por qué aguantarme, pues comenzó a desentenderse de
la situación mientras el señor que acababa de llegar se involucraba
activamente. Me preguntó el recién llegado que a dónde viajaba, a
lo que cuando le dije que a París con la compañía Eurolines, me
respondió que efectivamente aquel señor tenía razón, que el
autocar salía de la Gare du Nord de Bruselas. Mientras me encontré
una vez más contando la patética historia de la incompetencia de
Eurolines, esta vez al que acababa de llegar, el primer señor que se
acercó a mi se esfumó, lo que me sentó igual o peor que la
información que me dio instantes antes. El recién llegado me caló
el fuerte acento francés, y me preguntó por partida triple, en
italiano, portugués y español, que cuál era mi lengua de origen.
Le dije que español, y nuestra conversación adquirió
automáticamente un cariz diferente. Se presentó como Giorgio. Ya le
había contado mi historia en francés y ahora estaba haciéndolo en
español, de forma más tranquila y detallada. Mi autobús lo había
dado prácticamente por perdido. Me molestaba más pensar que lo
había podido perder por la incompetencia de la compañía que por mi
propia culpa. Me explicó Giorgio cómo llegar a la Gare du Nord de
Bruselas, donde supuestamente salía mi bus, pero le dije que el bus
probablemente se habría ido ya sin mi, pues la hora de partida era a
las 10 menos cuarto, y ya eran cerca de las 10 de la mañana. Me
respondió diciéndome que no me preocupara, que no pasaba nada, que
no dejaba de ser un simple billete para una ciudad que estaba a
escasos 300 km. Me hablaba como si considerase que aquello que me
sucedía no fuese realmente un problema, y eso, más que irritarme,
me agradaba, pues eran pequeñas dosis de optimismo ante el negro
panorama.
-Mira
Enrique, ahora sale un tren para París y yo voy en él. Trabajo para
el Thalys. Vente conmigo, porque si está mi amigo el revisor, en
hora y media nos plantamos los dos en la Gare du Nord de París.-
¡Vaya!, aquel señor
que había aparecido de la nada se presentaba como mi salvador.
Entonces en ese momento la nueva alternativa hacía que pudiera
barajar dos: Irme a la Gare du Nord por si estaba el autobús de
Eurolines (sin garantías de que estuviera allí esperándome) o
seguir a Giorgio a ver si tenía suerte y podía colarme en el tren.
Me había tocado la moral la búsqueda del autobús fantasma, así
que opté por la sobrevenida opción, que dentro de lo malo y lo
incierto era lo menos malo y lo menos incierto. Me dejé querer por
ese hombre. No obstante, todo parecía depender de que estuviera su
amigo el revisor, así que con cierto escepticismo comencé a seguir
a ese señor hacia los andenes del interior de la gare
Bruxelles-Midi, donde nos apoyamos en una pared esperando a que
llegara el tren mientras él se fumaba un cigarro. En tanto la
espera, me contó que trabajaba en el bar del tren, así que si
conseguíamos entrar, me dijo que me invitaría a desayunar. El
optimismo y sencillez que dominaban el carácter de Giorgio fueron
calando en mi estado de ánimo, mejorándolo, aunque a ratos pensaba
que todo esto podía ser una especie de broma pesada, pues comenzaba
a hacerme ilusiones reales de volver a París, cuando por la
instancia no tenía garantía alguna de que aquella opción fuera
tangible. Parecía todo un tanto surrealista. El tren llegó sobre
las 10:00 horas y comenzó el flujo de pasajeros que bajaban y subían
a aquel vólido ferroviario, y con ellos los empleados que, como
Giorgio, viajarían también. Desde nuestra posición Giorgio no
alcanzaba a distinguir si el señor que vestía de revisor, que
hablaba con otro empleado, era o no su amigo. Nos acercamos un poco
hasta que pudo saber quién era. Habíamos tenido suerte, era su
compadre. No obstante, como toda precaución es poca cuando no se
depende de uno mismo, Giorgio inventó una coartada ante posibles
preguntas indiscretas de su amigo el revisor: yo sería amigo de su
hermano pequeño (del de Giorgio), el cual era gay y amigo a la vez
del revisor, de la misma inclinación sexual (con esto buscaba
Giorgio despertar ese sentimiento de identificación que existe entre
los de igual condición), y yo no hablaría francés, sólo español,
así podría poner cara tonto y de incomprensión ante preguntas
directas. Giorgio me dijo que lo siguiera. Nos acercamos al revisor.
Él era mi billete para París. Le dijo unas palabras al oído y me
señaló. Asentí con la cabeza a modo de saludo, dedicándole una
sonrisa incrustada una cara de falsa seguridad que buscaba reflejara
la normalidad de lo que tanto Giorgio como yo pretendíamos, como
dándole a entender al revisor de que su negativa estaría totalmente
fuera de contexto e iría en contra de lo acostumbrado en estos
casos, y le tendí mi mano. Me la estrechó y, sin más preámbulos,
me dedicó una sonrisa que significaba que tenía billete para París.
Nos
despedimos del revisor y seguí a Giorgio hacia la puerta del tren
donde entraban los empleados. Por esa puerta accedimos al bar del
tren, donde Giorgio dejó sus enseres para conducirme acto seguido a
la sala más próxima al bar, para que hiciera yo lo propio y me
acomodara, pues él, según me dijo, tenía que preparar el bar para
la partida del tren. Dejé mis cosas y me senté en el asiento más
cercano al bar. Estaba en primera clase, en una sala donde habrían
escasos 24 asientos. En frente mía tenía a una señora mayor con
anillos de oro en los dedos y un ostentoso abrigo. Y en la fila de
asientos del otro lado, a mi izquierda, había un señor de mediana
edad y pelo canoso leyendo el periódico, elegantemente trajeado. A
los pocos minutos salió el tren. Hora y media había dicho Giorgio
que teníamos de trayecto, por contra de las 4 horas de bus.
Estábamos en el Thalys, el tren de alta velocidad
franco-belga-alemán que comunicaba estos tres países. Estaba
ensimismado en mis pensamientos cuando el tren salió de la estación.
Me habían pasado muchas cosas en esos últimos 45 minutos,
necesitaba relajarme y asimilar todo eso. Ese hombre, Giorgio, al que
había conocido hacía apenas 15 minutos, se había volcado conmigo,
con un completo extraño, y me había colado en el tren, haciendo uso
del beneficio propio de trabajar para la compañía ferroviaria. La
intensidad del fin de semana y de los últimos sucesos se unieron al
suave meceo del tren, y actuaron como somnífero, pues empezaba a
encontrarme tremendamente fatigado y tenía ganas de echar una
cabezada. Pero a la vez que fatigado me sentía inspirado de bondad y
buenas sensaciones. Me sentía bien a causa de la generosidad que ese
hombre había vertido en mi. Tenía ganas de responder al mundo como
Giorgio lo había echo conmigo, y lo primero que se me ocurrió fue
escribir la historia. Así que me levanté, abrí mi mochila y
extraje de ella libreta y bolígrafo, y comencé a escribir estas
líneas, completamente inspirado e inundado de la felicidad de haber
conocido a un ejemplar de esa especie en extinción que da que da por
el placer de dar, sin esperar recibir nada a cambio. Pero a los pocos
minutos dejé el bolígrafo. No era el momento. Podría seguir
escribiendo en otra ocasión. Quería levantarme y hablar con él,
saber cosas de su vida. Pero no hizo falta que fuera a buscarlo a la
barra, porque cuando me disponía a levantarme vino él a mi
encuentro. Me preguntó que si me apetecía un café, a lo que asentí
sin reservas. Me erguí y lo seguí al bar, donde desde detrás de la
barra me tendió una bandeja con un desayuno completo: café,
galletas de mantequilla de la región de francesa de Normandía, un
pastelito de crema y chocolate y un yogur. Cuando terminé de
desayunar el tren había llegado ya a la periferia parisina.
Estuvimos platicando en la barra prácticamente todo el tiempo que
duró el viaje, donde aproveché para pedirle su contacto y darle el
mío, por si algún día pasaba por París o volvía yo a Bruselas,
para invitarle a unas pintas, y para mandarle un mensaje cuando
estuviera publicado este texto en internet.
Una
vez llegamos a la Gare du Nord de París, por si acaso no había sido
ya suficiente, Giorgio me tenía preparada una bolsa repleta de
paquetes de galletas de mantequilla de Normandía, refrescos y
cervezas belgas. Salimos él y yo de la estación y estuvimos
hablando unos minutos al sol que lucía ese domingo en París,
mientras se fumaba un cigarro. En cinco minutos tenía que volver al
Thalys para subir a Ámsterdam tan rápido como habíamos llegado a
la capital francesa, para volver a bajar luego a Bruselas y acabar
así su jornada laboral. Nuestra conversación era alegre a la par
que melancólica. Él estaba feliz de haberme ayudado, se sentía
bien, era manifiesto. Cuando apagó la colilla con sus zapatos negros
del trabajo, nos dimos un largo y sentido abrazo, y, mientras él se
adentraba en la estación para volver a su tren, yo me iba en sentido
contrario con una sonrisa y mirada perdida, dando gracias al azar por
haber tenido la suerte de haber conocido a esa gran persona.