De
oportunismos desaprovechados
-¡Señor,
señor!-
se oían unas voces, entre nerviosas y excitadas, a lo lejos. Era de
noche. Luna llena y cielo despejado. La luz plateada del astro lo
inundaba todo, y ataviaba al mar de infinitas lentejuelas plateadas.
La playa vestía de gala. Algo estaba pasando. Aquella noche se me
presentó la oportunidad de hacerme rico.
Era noche del mes de agosto, no mucho más tarde de la medianoche,
quizás la una de la madrugada. El castillo que la claridad de la
luna permitía vislumbrar océano adentro, hacia el noroeste,
delataba el lugar en el que nos encontrábamos: costa gaditana, en
algún punto cercano al Castillo de Sancti Petri. La sobremesa de la
cena en la terraza del jardín, a pie de playa, con aquel paisaje
como fondo, me había decidido a bajar a la playa a darme un baño
nocturno. Hacía un calor húmedo, que provocaba la constante
sensación de suciedad propia de la salitre. La sal envolvía el aire
y lo hacía tan pesado que casi podía palparse. El Atlántico, tras
el caluroso día que había hecho, ofrecía unas aguas templadas, más
propias de balneario que de océano, y sumergirse en él en esa noche
se me antojaba privilegio que no podía desaprovechar.
Bajé a la playa, y, tras darme un relajante baño, me tumbé cuan
largo era sobre la toalla que minutos antes había tendido sobre la
fina arena, dejando pacientemente que aquel aire húmedo secara mi
piel. Después me erguí, y, con la toalla al hombro, comencé un
parsimonioso paseo, protagonizado por el encanto de aquella luz que
la luna vertía sobre la playa. Fue entonces cuando divisé a lo
lejos el grupo del que provenían los gritos, que se acercaba
presuroso hacia mi.
-¡Señor,
ayuda!-.
Aquellas voces se hacían más claras y nítidas por momentos.
Alcanzaba a distinguir el grupo del que provenían los voceríos, que
se acercaba corriendo por la orilla. Se trataba de un grupo de unas
cinco chicas. Por el acento supuse que serían madrileñas, y por la
temporada y el lugar, que disfrutaban de unos días de vacaciones en
estas playas sureñas. Eran jóvenes, no tendrían más de 15 ó 16
años, aunque yo no contaba con mucho más en aquel verano de 2007:
19 años. Llegaron hacia mi histéricas, y, antes de que pudiera
preguntarles el motivo del socorro, comenzaron todas a farfullar
palabras, atropellándose las unas a las otras: “Estábamos
dando un paseo, y de pronto vimos un barco muy cutre que estaba
llegando a la orilla...”,
decía una, cuando otra la interrumpía, “¡No
era un barco, era una patera!”,
y otra añadió “Era
una patera de negritos que venían de África, así que fuimos
corriendo a ayudarles”,
cuando otra la interrumpió para decir “Y
entonces empezaron a sacar de la patera cajas, y a ponerlas en la
orilla”.
Y así siguieron ellas, relatándome la experiencia que venían de
vivir como buenamente sus nervios les permitían. “Pero
no sabemos qué estaban haciendo, porque cuando fuimos a ayudarles
nos dijeron de muy malos modos que nos fuéramos corriendo. ¡Hablaban
español!”;
“Creemos
que tenían miedo de que les descubriera la Guardia Civil, porque se
los llevan de nuevo a su país, y que por eso nos decían que nos
fuéramos, y que las cajas eran sus pertenencias”; “Y
nosotros, en vez de irnos, les dijimos que no tuvieran miedo, que
podíamos ayudarlos, y entonces uno se puso violento y nos dijo que
nos fuéramos corriendo si no queríamos tener problemas”;
“Y
yo le dije que no se pasara, que mi padre era policía, que sólo
queríamos ayudarlos”; “Se
pusieron muy nerviosos al vernos llegar, y encima cuando Ana le dijo
que su padre era policía se pusieron violentos y nos amenazaron, y
fue cuando nos fuimos corriendo”.
Los semblantes de aquel grupo, que en un principio manifestaban
turbación y cierto pavor, pasaron a expresar excitación y
nerviosismo. Por el énfasis que ponían en contarme la historia vi
que se sentían protagonistas fortuitas de una aventura. Dejé que
recuperaran el resuello, y, cuando estuvieron algo más calmadas, les
pregunté ciertas cosas para terminar de atar cabos. Mientras me
contaban todo aquello ellas mismas asimilaban su propia historia, y
noté cómo se desmoronaba la certeza que tenían de lo que creían
que había sucedido. Había algo que no les cuadraba.
Me dirigí con aquellas chicas hacia la altura de la playa donde
había tenido lugar aquello que me contaban. Caminamos unos cinco
minutos hasta quedarnos a unos 30 prudentes metros de donde había
atracado la embarcación, y nos encontramos con un extraño
escenario: Ni rastro de los supuestos negritos. Una enorme zodia
negra de 10 metros de largo por 5 de ancho se encontraba varada en la
orilla, con un gran motor de muchísimos caballos levantado, los
suficientes como para propulsar esa enorme embarcación. El casco de
la zodia estaba inclinado hacia el lado del que veníamos nosotros,
lo que nos permitía ver el interior de la barcaza, donde se
observaban cajas apiladas por todo el suelo, dejando el espacio justo
para que un hombre manejara libremente el timón y para que otros
tantos se acomodaran en tanto durase el trayecto. Los hombres
desaparecidos habían empezado a sacar las cajas, que estaban
esparcidas en una fila más o menos india, desde la embarcación
hasta el final de la playa, donde comenzaban algunas hectáreas de
bosque de pinos que por entonces aún se habían librado de la fiebre
del ladrillo. Entre caja y caja había diferentes distancias, más o
menos largas, entre los 5 y los 20 metros. Si hubieran estado más
cercanas las unas de las otras, podría haberse dicho que estaban
dispuestas para ser sacadas de la embarcación haciendo una cadena
humana. Las susodichas cajas tenían forma más bien de maletín,
pues en la parte superior de ellas tenían un asa para que pudieran
prenderse bien, y el largo de éstas era superior a su ancho su
ancho.
La escena me sorprendió y entusiasmó. Los responsables de aquello
habían salido pitando, abandonando toda la mercancía ahí, después
de haber hecho lo más difícil: cruzar el Estrecho de Gibraltar
pasando desapercibido. Era chocante. ¡Apenas habían comenzado el
trabajo de descarga, la zodia estaba llena! Pensé que habrían huido
a causa del desafortunado encontronazo con las madrileñas, que había
acabado con la amenaza de éstas de llamar a la policía. Las chicas
estaban confundidas, no comprendían bien qué era aquello, aunque de
una cosa estaban ya seguras: aquellos hombres que llegaron de África
no eran negritos inmigrantes en busca de un futuro mejor en Europa.
La seguridad que les proporcionó al grupo de madrileñas
encontrarme minutos antes y el entusiasmo que las invadió al verse
inmersas en aquella aventura nocturna se disiparon rápidamente.
Volvían a sentir miedo por el retorno al lugar de los hechos y por
la incertidumbre de la situación. Algunas de ellas tomaron la
iniciativa de llamar a la Guardia Civil, a la que le contaron lo
sucedido, y la que contestó diciendo que no nos moviéramos del
lugar de los hechos, pues nuestros testimonios podrían ser útiles
para la pesquisa, y que no tardarían más de 5 minutos en llegar. ¡5
minutos! No tenía mucho tiempo para actuar. Los pensamientos que
rondaron por mi cabeza en ese instante hicieron que se me erizara el
bello y que la sensación térmica de mi cuerpo aumentara tanto hasta
hacerme sudar. Me puse nervioso y empecé a sentir un hormigueo por
todo el cuerpo. Miraba hacia el pinar pensando que probablemente los
traficantes estarían allí expectantes, tutelando su potencial
fuente su riqueza. No pensaba que estuvieran dispuestos a renunciar a
aquel alijo por una simple amenaza de llamada a la policía. Se
habían arriesgado a cruzar el estrecho más vigilado del mundo por
los equipos más competentes en la lucha contra el narcotráfico. Ya
habían hecho lo más difícil, y habían salido airosos. Por el
momento habían conseguido burlar una buena temporada entre rejas.
Las decenas de maletines que calculé habrían en la zodia podían
alcanzar en el mercado negro un precio de cifras mareantes, quizás
el dinero suficiente como para que unos cuantos hombres con dos dedos
de frente pudieran vivir toda la vida. Dada la magnitud del matute no
me extrañó que llevaran armas: era mucho lo que se estaban jugando.
Me acerqué al maletín que tenía más cerca, uno de los aquella
irregular hilera, para comprobar su peso. Tuve que ayudarme con las
dos manos para poder levantarlo de la arena. Era realmente pesado, no
sabría decir cuántos kilos pesaría. Pensé que podría excavar
rápidamente un hoyo en la arena, cerca de allí, y enterrar algunos
de esos maletines. Pasó por mi cabeza fugazmente el pensamiento de
que con la ayuda de aquellas cinco chicas podríamos excavar un par
de agujeros en un periquete, pero rehusé esta idea por el hecho de
no implicar a nadie en algo tan serio. Si hacía algo, tenía que
hacerlo solo. El corazón me latía tan fuerte que podía oírse. Ahí
dentro había muchos kilos de hachís.
Mientras volvía sobre mis pasos hacia el grupo de madrileñas, mi
cabeza pensaba a mil revoluciones por minuto: sopesaba las contras de
consumar la idea que me arañaba la mente. Podría ser que si los
narcotraficantes estuvieran ahí al acecho, como pensaba que así
era, que salieran de su escondite al verme coger alguno de sus
paquetes, y que tomaran represalias. O también podría ocurrir que
llegase la Guardia Civil, pillándome con las manos en la masa
enterrando uno de los paquetes, y que me detuvieran.
-¡Luces!,
¡son coches!, ¡vienen coches por la playa!- comenzaron
a gritar las madrileñas. Efectivamente se veía cómo se acercaban
rápidamente varios todo terreno por la playa. Tanto las chicas como
yo pensábamos que sería la Guardia Civil, como efectivamente
comprobamos cuando se acercaron un poco más. El convoy se componía
de 4 Land Rover y de al menos 16 hombres de la benemérita. Dos
vehículos pararon al lado de la embarcación, cada uno a un lado,
iluminándola, otro paró a espaldas de la orilla, alumbrando la fila
de maletines que iba desde la zodia hasta el pinar, y el cuarto
aparcó a nuestro lado. Por primera vez en toda la noche vi como el
rostro de aquellas chicas se relajaba. Respiraban, descargaban
tensión. Yo no podría describir cómo me sentía. Por mi cuerpo y
cabeza pasaban sensaciones y pensamientos contradictorios. Los
guardias civiles descendieron de sus vehículos. Los que pararon al
lado de nosotros vinieron a nuestro encuentro. Las madrileñas los
recibieron como héroes y les comenzaron una vez más a contar la
historia mientras uno de los guardias levantaba atestado. Yo estaba
callado, ligeramente apartado de ellos. Estaba confundido. Otro grupo
de guardias civiles se acercaron a la zodia encallada en la orilla, y
la alumbraron con linternas de alta potencia. Me acerqué hacia
ellos. “Sí,
se trata de una operación de gran magnitud. Por lo menos tenemos
aquí dos toneladas”. Después
se dirigieron hacia el primer maletín que había en la arena, y uno
de ellos cogió una navaja he hizo una raja en el mismo, tras lo
cual, con la misma hoja de la navaja, extrajo una muestra de aquella
sustancia de color entre ocres y marrones. Se llevó la muestra a la
nariz y dictaminó con voz grave lo que todos sabían: “Hachís”.
Los Guardias Civiles analizaban el alijo de hachís con caras de
seriedad. Cada uno sabía lo que tenía que hacer. Se les veía con
experiencia. Pertenecerían a un equipo especializado en operaciones
antidroga. Varios agentes se acercaron a la zodia para comenzar a
descargarla de paquetes. La zodia estaba encallada en la orilla, por
lo que para subir a ella había que mojarse los pies hasta por encima
de los tobillos. Los guardias se quedaron a unos metros de la orilla
indecisos: para nadie era agradable meter en el agua los pies
calzados con esas pesadas botas. Viendo la escena, y por la
curiosidad de subirme a la barca y ver aquello más de cerca, me
acerqué al grupo y le ofrecí mi ayuda: yo estaba en bañador a
causa del chapuzón que había ido a darme en la playa. Ellos no
ofrecieron pega alguna y se mostraron agradecidos. Ya se habían
acostumbrado a mi presencia en el meollo del asunto. A pesar de estar
inclinada la zodia, apoyada sobre uno de sus laterales en la arena,
tuve que ayudarme con los brazos para montarme en ella. Por dentro la
barca parecía aún más grande de lo que parecía por fuera. A pesar
de estar prácticamente llena, había hueco para por lo menos diez
hombres. Los paquetes que los narcotraficantes habían sacado habían
estado dispuestos en los niveles superiores, por lo que el espacio
que ahora mismo se veía que había en el suelo era el mismo que
habían tenido los narcos durante el viaje. Había muchísimos
paquetes. Así uno de ellos y se lo tendí al agente que se había
resignado a acercarse conmigo hasta la zodia, mojándose las botas.
Éste se lo pasó al siguiente, también con las botas caladas, y
este al siguiente, ya en terreno relativamente seco y firme. Los
guardias civiles habían formado una especie de malograda cadena
humana para ir sacando los fardos. Uno de los agentes trajo de uno de
los coches una báscula y pesó uno de aquellos paquetes. 35 kilo.
Mientras seguía sacando fardos de la motora se subieron un par de
agentes a la zodia para hacer lo propio. Me dijeron que no hacía
falta que siguiera ayudándoles, que ellos podían. Se mostraron
agradecidos por mi disposición. Me bajé de la zodia y me alejé de
ellos con aquel número en la cabeza: 35.
Un poco apartados de los guardias civiles vi que seguía el grupo de
madrileñas. Parecía que ya habían terminado los guardias de
levantar testimonio de la experiencia que habían vivido las chicas.
Me acerqué a ellas. Respiraban tranquilas y comentaban
emocionadamente las vicisitudes que aquella playa gaditana les había
preparado para esa cálida noche. Me ofrecieron ir con ellas a tomar
algo a los chiringuitos que según decían no estaban lejos de allí,
pero rehusé la invitación. Tenía ganas de estar solo. Me despedí
de ellas y encaminé la orilla en sentido opuesto al que llevaban,
camino a casa. Iba sumido en amargos cálculos:
35 kilogramos por maletín. En el mercado negro se vendía el gramo
de hachís de calidad media a unos 3€ aproximadamente. El alijo de
esta noche, que no podía venir sino de Marruecos, y que sería de la
calidad más pura, lo que vulgarmente se conocía en la calle como
“hachís doble cero”, era el hachís más puro. Aún no estaba
mezclado con otras sustancias para aumentar su volumen y sacarle así
más rentabilidad en el mercado. Un producto así se podía vender
por 5€ el gramo al por menor; al mayor, vendido por kilos para
deshacerte antes del marrón, a 1 o a 2€ el gramo. Si había 35
kilogramos por maletín, a razón de 1 euro el gramo, se sacaban
35000€. A 2€, 75000€. Una fortuna. Una fortuna que había
desaprovechado.
Esa noche, el baño nocturno me lo di contigo, pero después del baño me apoderaba el sueño, y tu me despedistes jsuto antes de disponerte a empezar a pasear y con ello a involucrarte en una aventura muy interesante. Debias haberle sacado provecho a esa situación, nunca lo sabrás con certeza, nunca sabrás que hubiera pasado si hubieras escondido un solo maletín....
ResponderEliminarMenudo engorro dar salida al alijo, remorderte como un camello para los restos, tener ya un pasado sucio y total por unas pelas que no son una fortuna porque no te llega ni para una vivienda.Mejor poderlo escribir.
ResponderEliminar