jueves, 29 de marzo de 2012


De oportunismos desaprovechados

       -¡Señor, señor!- se oían unas voces, entre nerviosas y excitadas, a lo lejos. Era de noche. Luna llena y cielo despejado. La luz plateada del astro lo inundaba todo, y ataviaba al mar de infinitas lentejuelas plateadas. La playa vestía de gala. Algo estaba pasando. Aquella noche se me presentó la oportunidad de hacerme rico.

       Era noche del mes de agosto, no mucho más tarde de la medianoche, quizás la una de la madrugada. El castillo que la claridad de la luna permitía vislumbrar océano adentro, hacia el noroeste, delataba el lugar en el que nos encontrábamos: costa gaditana, en algún punto cercano al Castillo de Sancti Petri. La sobremesa de la cena en la terraza del jardín, a pie de playa, con aquel paisaje como fondo, me había decidido a bajar a la playa a darme un baño nocturno. Hacía un calor húmedo, que provocaba la constante sensación de suciedad propia de la salitre. La sal envolvía el aire y lo hacía tan pesado que casi podía palparse. El Atlántico, tras el caluroso día que había hecho, ofrecía unas aguas templadas, más propias de balneario que de océano, y sumergirse en él en esa noche se me antojaba privilegio que no podía desaprovechar.

      Bajé a la playa, y, tras darme un relajante baño, me tumbé cuan largo era sobre la toalla que minutos antes había tendido sobre la fina arena, dejando pacientemente que aquel aire húmedo secara mi piel. Después me erguí, y, con la toalla al hombro, comencé un parsimonioso paseo, protagonizado por el encanto de aquella luz que la luna vertía sobre la playa. Fue entonces cuando divisé a lo lejos el grupo del que provenían los gritos, que se acercaba presuroso hacia mi.

       -¡Señor, ayuda!-. Aquellas voces se hacían más claras y nítidas por momentos. Alcanzaba a distinguir el grupo del que provenían los voceríos, que se acercaba corriendo por la orilla. Se trataba de un grupo de unas cinco chicas. Por el acento supuse que serían madrileñas, y por la temporada y el lugar, que disfrutaban de unos días de vacaciones en estas playas sureñas. Eran jóvenes, no tendrían más de 15 ó 16 años, aunque yo no contaba con mucho más en aquel verano de 2007: 19 años. Llegaron hacia mi histéricas, y, antes de que pudiera preguntarles el motivo del socorro, comenzaron todas a farfullar palabras, atropellándose las unas a las otras: “Estábamos dando un paseo, y de pronto vimos un barco muy cutre que estaba llegando a la orilla...”, decía una, cuando otra la interrumpía, “¡No era un barco, era una patera!”, y otra añadió “Era una patera de negritos que venían de África, así que fuimos corriendo a ayudarles”, cuando otra la interrumpió para decir “Y entonces empezaron a sacar de la patera cajas, y a ponerlas en la orilla”. Y así siguieron ellas, relatándome la experiencia que venían de vivir como buenamente sus nervios les permitían. “Pero no sabemos qué estaban haciendo, porque cuando fuimos a ayudarles nos dijeron de muy malos modos que nos fuéramos corriendo. ¡Hablaban español!”;Creemos que tenían miedo de que les descubriera la Guardia Civil, porque se los llevan de nuevo a su país, y que por eso nos decían que nos fuéramos, y que las cajas eran sus pertenencias”; Y nosotros, en vez de irnos, les dijimos que no tuvieran miedo, que podíamos ayudarlos, y entonces uno se puso violento y nos dijo que nos fuéramos corriendo si no queríamos tener problemas”;Y yo le dije que no se pasara, que mi padre era policía, que sólo queríamos ayudarlos”; Se pusieron muy nerviosos al vernos llegar, y encima cuando Ana le dijo que su padre era policía se pusieron violentos y nos amenazaron, y fue cuando nos fuimos corriendo”.

       Los semblantes de aquel grupo, que en un principio manifestaban turbación y cierto pavor, pasaron a expresar excitación y nerviosismo. Por el énfasis que ponían en contarme la historia vi que se sentían protagonistas fortuitas de una aventura. Dejé que recuperaran el resuello, y, cuando estuvieron algo más calmadas, les pregunté ciertas cosas para terminar de atar cabos. Mientras me contaban todo aquello ellas mismas asimilaban su propia historia, y noté cómo se desmoronaba la certeza que tenían de lo que creían que había sucedido. Había algo que no les cuadraba.

     Me dirigí con aquellas chicas hacia la altura de la playa donde había tenido lugar aquello que me contaban. Caminamos unos cinco minutos hasta quedarnos a unos 30 prudentes metros de donde había atracado la embarcación, y nos encontramos con un extraño escenario: Ni rastro de los supuestos negritos. Una enorme zodia negra de 10 metros de largo por 5 de ancho se encontraba varada en la orilla, con un gran motor de muchísimos caballos levantado, los suficientes como para propulsar esa enorme embarcación. El casco de la zodia estaba inclinado hacia el lado del que veníamos nosotros, lo que nos permitía ver el interior de la barcaza, donde se observaban cajas apiladas por todo el suelo, dejando el espacio justo para que un hombre manejara libremente el timón y para que otros tantos se acomodaran en tanto durase el trayecto. Los hombres desaparecidos habían empezado a sacar las cajas, que estaban esparcidas en una fila más o menos india, desde la embarcación hasta el final de la playa, donde comenzaban algunas hectáreas de bosque de pinos que por entonces aún se habían librado de la fiebre del ladrillo. Entre caja y caja había diferentes distancias, más o menos largas, entre los 5 y los 20 metros. Si hubieran estado más cercanas las unas de las otras, podría haberse dicho que estaban dispuestas para ser sacadas de la embarcación haciendo una cadena humana. Las susodichas cajas tenían forma más bien de maletín, pues en la parte superior de ellas tenían un asa para que pudieran prenderse bien, y el largo de éstas era superior a su ancho su ancho.

     La escena me sorprendió y entusiasmó. Los responsables de aquello habían salido pitando, abandonando toda la mercancía ahí, después de haber hecho lo más difícil: cruzar el Estrecho de Gibraltar pasando desapercibido. Era chocante. ¡Apenas habían comenzado el trabajo de descarga, la zodia estaba llena! Pensé que habrían huido a causa del desafortunado encontronazo con las madrileñas, que había acabado con la amenaza de éstas de llamar a la policía. Las chicas estaban confundidas, no comprendían bien qué era aquello, aunque de una cosa estaban ya seguras: aquellos hombres que llegaron de África no eran negritos inmigrantes en busca de un futuro mejor en Europa.

      La seguridad que les proporcionó al grupo de madrileñas encontrarme minutos antes y el entusiasmo que las invadió al verse inmersas en aquella aventura nocturna se disiparon rápidamente. Volvían a sentir miedo por el retorno al lugar de los hechos y por la incertidumbre de la situación. Algunas de ellas tomaron la iniciativa de llamar a la Guardia Civil, a la que le contaron lo sucedido, y la que contestó diciendo que no nos moviéramos del lugar de los hechos, pues nuestros testimonios podrían ser útiles para la pesquisa, y que no tardarían más de 5 minutos en llegar. ¡5 minutos! No tenía mucho tiempo para actuar. Los pensamientos que rondaron por mi cabeza en ese instante hicieron que se me erizara el bello y que la sensación térmica de mi cuerpo aumentara tanto hasta hacerme sudar. Me puse nervioso y empecé a sentir un hormigueo por todo el cuerpo. Miraba hacia el pinar pensando que probablemente los traficantes estarían allí expectantes, tutelando su potencial fuente su riqueza. No pensaba que estuvieran dispuestos a renunciar a aquel alijo por una simple amenaza de llamada a la policía. Se habían arriesgado a cruzar el estrecho más vigilado del mundo por los equipos más competentes en la lucha contra el narcotráfico. Ya habían hecho lo más difícil, y habían salido airosos. Por el momento habían conseguido burlar una buena temporada entre rejas. Las decenas de maletines que calculé habrían en la zodia podían alcanzar en el mercado negro un precio de cifras mareantes, quizás el dinero suficiente como para que unos cuantos hombres con dos dedos de frente pudieran vivir toda la vida. Dada la magnitud del matute no me extrañó que llevaran armas: era mucho lo que se estaban jugando.

       Me acerqué al maletín que tenía más cerca, uno de los aquella irregular hilera, para comprobar su peso. Tuve que ayudarme con las dos manos para poder levantarlo de la arena. Era realmente pesado, no sabría decir cuántos kilos pesaría. Pensé que podría excavar rápidamente un hoyo en la arena, cerca de allí, y enterrar algunos de esos maletines. Pasó por mi cabeza fugazmente el pensamiento de que con la ayuda de aquellas cinco chicas podríamos excavar un par de agujeros en un periquete, pero rehusé esta idea por el hecho de no implicar a nadie en algo tan serio. Si hacía algo, tenía que hacerlo solo. El corazón me latía tan fuerte que podía oírse. Ahí dentro había muchos kilos de hachís.

       Mientras volvía sobre mis pasos hacia el grupo de madrileñas, mi cabeza pensaba a mil revoluciones por minuto: sopesaba las contras de consumar la idea que me arañaba la mente. Podría ser que si los narcotraficantes estuvieran ahí al acecho, como pensaba que así era, que salieran de su escondite al verme coger alguno de sus paquetes, y que tomaran represalias. O también podría ocurrir que llegase la Guardia Civil, pillándome con las manos en la masa enterrando uno de los paquetes, y que me detuvieran.

     -¡Luces!, ¡son coches!, ¡vienen coches por la playa!- comenzaron a gritar las madrileñas. Efectivamente se veía cómo se acercaban rápidamente varios todo terreno por la playa. Tanto las chicas como yo pensábamos que sería la Guardia Civil, como efectivamente comprobamos cuando se acercaron un poco más. El convoy se componía de 4 Land Rover y de al menos 16 hombres de la benemérita. Dos vehículos pararon al lado de la embarcación, cada uno a un lado, iluminándola, otro paró a espaldas de la orilla, alumbrando la fila de maletines que iba desde la zodia hasta el pinar, y el cuarto aparcó a nuestro lado. Por primera vez en toda la noche vi como el rostro de aquellas chicas se relajaba. Respiraban, descargaban tensión. Yo no podría describir cómo me sentía. Por mi cuerpo y cabeza pasaban sensaciones y pensamientos contradictorios. Los guardias civiles descendieron de sus vehículos. Los que pararon al lado de nosotros vinieron a nuestro encuentro. Las madrileñas los recibieron como héroes y les comenzaron una vez más a contar la historia mientras uno de los guardias levantaba atestado. Yo estaba callado, ligeramente apartado de ellos. Estaba confundido. Otro grupo de guardias civiles se acercaron a la zodia encallada en la orilla, y la alumbraron con linternas de alta potencia. Me acerqué hacia ellos. “Sí, se trata de una operación de gran magnitud. Por lo menos tenemos aquí dos toneladas”. Después se dirigieron hacia el primer maletín que había en la arena, y uno de ellos cogió una navaja he hizo una raja en el mismo, tras lo cual, con la misma hoja de la navaja, extrajo una muestra de aquella sustancia de color entre ocres y marrones. Se llevó la muestra a la nariz y dictaminó con voz grave lo que todos sabían: “Hachís”.

      Los Guardias Civiles analizaban el alijo de hachís con caras de seriedad. Cada uno sabía lo que tenía que hacer. Se les veía con experiencia. Pertenecerían a un equipo especializado en operaciones antidroga. Varios agentes se acercaron a la zodia para comenzar a descargarla de paquetes. La zodia estaba encallada en la orilla, por lo que para subir a ella había que mojarse los pies hasta por encima de los tobillos. Los guardias se quedaron a unos metros de la orilla indecisos: para nadie era agradable meter en el agua los pies calzados con esas pesadas botas. Viendo la escena, y por la curiosidad de subirme a la barca y ver aquello más de cerca, me acerqué al grupo y le ofrecí mi ayuda: yo estaba en bañador a causa del chapuzón que había ido a darme en la playa. Ellos no ofrecieron pega alguna y se mostraron agradecidos. Ya se habían acostumbrado a mi presencia en el meollo del asunto. A pesar de estar inclinada la zodia, apoyada sobre uno de sus laterales en la arena, tuve que ayudarme con los brazos para montarme en ella. Por dentro la barca parecía aún más grande de lo que parecía por fuera. A pesar de estar prácticamente llena, había hueco para por lo menos diez hombres. Los paquetes que los narcotraficantes habían sacado habían estado dispuestos en los niveles superiores, por lo que el espacio que ahora mismo se veía que había en el suelo era el mismo que habían tenido los narcos durante el viaje. Había muchísimos paquetes. Así uno de ellos y se lo tendí al agente que se había resignado a acercarse conmigo hasta la zodia, mojándose las botas. Éste se lo pasó al siguiente, también con las botas caladas, y este al siguiente, ya en terreno relativamente seco y firme. Los guardias civiles habían formado una especie de malograda cadena humana para ir sacando los fardos. Uno de los agentes trajo de uno de los coches una báscula y pesó uno de aquellos paquetes. 35 kilo. Mientras seguía sacando fardos de la motora se subieron un par de agentes a la zodia para hacer lo propio. Me dijeron que no hacía falta que siguiera ayudándoles, que ellos podían. Se mostraron agradecidos por mi disposición. Me bajé de la zodia y me alejé de ellos con aquel número en la cabeza: 35.

       Un poco apartados de los guardias civiles vi que seguía el grupo de madrileñas. Parecía que ya habían terminado los guardias de levantar testimonio de la experiencia que habían vivido las chicas. Me acerqué a ellas. Respiraban tranquilas y comentaban emocionadamente las vicisitudes que aquella playa gaditana les había preparado para esa cálida noche. Me ofrecieron ir con ellas a tomar algo a los chiringuitos que según decían no estaban lejos de allí, pero rehusé la invitación. Tenía ganas de estar solo. Me despedí de ellas y encaminé la orilla en sentido opuesto al que llevaban, camino a casa. Iba sumido en amargos cálculos:

      35 kilogramos por maletín. En el mercado negro se vendía el gramo de hachís de calidad media a unos 3€ aproximadamente. El alijo de esta noche, que no podía venir sino de Marruecos, y que sería de la calidad más pura, lo que vulgarmente se conocía en la calle como “hachís doble cero”, era el hachís más puro. Aún no estaba mezclado con otras sustancias para aumentar su volumen y sacarle así más rentabilidad en el mercado. Un producto así se podía vender por 5€ el gramo al por menor; al mayor, vendido por kilos para deshacerte antes del marrón, a 1 o a 2€ el gramo. Si había 35 kilogramos por maletín, a razón de 1 euro el gramo, se sacaban 35000€. A 2€, 75000€. Una fortuna. Una fortuna que había desaprovechado.



2 comentarios:

  1. Esa noche, el baño nocturno me lo di contigo, pero después del baño me apoderaba el sueño, y tu me despedistes jsuto antes de disponerte a empezar a pasear y con ello a involucrarte en una aventura muy interesante. Debias haberle sacado provecho a esa situación, nunca lo sabrás con certeza, nunca sabrás que hubiera pasado si hubieras escondido un solo maletín....

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  2. Menudo engorro dar salida al alijo, remorderte como un camello para los restos, tener ya un pasado sucio y total por unas pelas que no son una fortuna porque no te llega ni para una vivienda.Mejor poderlo escribir.

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